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Viernes, 31 de Octubre de 2025

Actualizada Viernes, 31 de Octubre de 2025 a las 16:58:56 horas

Ilustración del dibujante Jaime Checa Gimeno, arenas fósiles del barranquillo de las Arenas y autor del artículo. Ilustración del dibujante Jaime Checa Gimeno, arenas fósiles del barranquillo de las Arenas y autor del artículo.

Los barrancos olvidados de Telde: El barranquillo de las Arenas

Decimosexto artículo de la serie 'Una mirada sosegada al Medio Ambiente en Telde (1980-2020)' del ecologista, escritor, senderista y profesor jubilado José Manuel Espiño Meilán

direojed Domingo, 11 de Julio de 2021 Tiempo de lectura:

TELDEACTUALIDAD

Telde.- Bajo el epígrafe Una mirada sosegada al Medio Ambiente en Telde (1980-2020), el ecologista, escritor, senderista y profesor José Manuel Espiño Meilán ofrece el decimosexta de una serie de artículos de periodicidad quincenal sobre la evolución medioambiental del municipio.

 

Los barrancos olvidados de Telde: El barranquillo de las Arenas

¿Existirá en la isla un barranquillo más corto? A pesar de su exiguo recorrido, apenas medio centenar de metros, este barranquillo singular esconde uno de los lugares más emblemáticos del litoral teldense y el encuentro con él nos depara múltiples sensaciones y emociones.

 

Su breve recorrido, que lo convierte en vaguada más que barranquillo, es consecuencia de su nacimiento: un anfiteatro de arenas volatineras que esconden bajo ellas un sustrato de paleodunas.

 

Un anfiteatro colgado sobre el mar. Un tobogán de arena con una inclinación de unos cuarenta y cinco grados que favorece la constante ofrenda de la tierra al océano: una fina lluvia de arena dorada que descansará en el fondo del mar pues el aporte del océano a la recoleta y minúscula playa, que se observa al pie del acantilado y desaparece con la marea alta, está formada por negras arenas basálticas procedentes del desgaste continuo del roquedal costero como consecuencia de la fuerte erosión marina. Observando con calma este cantil, destacan grandes rocas desgajadas del mismo que se conservan al pie del mismo. También al pie observo un cordón de callaos, hermosas piedras redondeadas que marcan el límite de la arena.

 

Un anfiteatro, eso es lo que es. Un espacio abierto al mar. El espacio de las gradas está ocupado por una uniforme capa de arena, sólo rota por la tozudez botánica de algunas aulagas que prosperan, impertérritas, favoreciendo la formación, alrededor de sus tallos, de pequeños depósitos arenosos. Solo este arbusto de mediano tamaño es capaz de crecer y prosperar en este mar de arena, las restantes son plantas tapizantes o de escaso porte. Solo la aulaga es capaz de capear los vientos continuos procedentes del mar pues su estructura foliar, inexistente, pues son sus tallos verdes los que permiten realizar la fotosíntesis, convierten a la planta en una especie de balón poroso, una especie de estructura esférica por donde pasa el aire a través de ella sin encontrar resistencia alguna.

 

La planta es, pues, una verdadera obra de ingeniería dotada de una estructura tal que los vientos dominantes no encuentran superficie alguna que ofrezca dificultad a su paso. Es la aulaga, en este desierto en miniatura, el lugar idóneo para albergar y proteger algunas de las especies zoológicas que este hábitat encierra. Es posible que no las veamos, pero es fácil detectar sus rastros. No se precisan grandes conocimientos para identificar a sus moradores. La clave la tiene la arena. Minúsculas huellas unas, de largo recorrido otras, más profundas y notables las de más allá. Todas permanecen ahí, hasta que la labor del viento las convierte en recuerdo.

 

Coleópteros, reptiles, roedores, aves… todos fácilmente identificables a través de sus rastros arenosos. Erizos, gatos, perros, caballos, humanos… el maravilloso escenario blanco de arenas organógenas, aunque nos parezca inhóspito e inadecuado para la vida, se encuentra bastante habitado y transitado.

 

Pero ¿acaso les he identificado el lugar dónde se encuentra este barranquillo? No, no lo he hecho. No es difícil adivinarlo si han leído el anterior artículo con el que iniciábamos el periplo por los barrancos olvidados de Telde, por esas pequeñas barranqueras y vaguadas, aparentemente carentes e interés que, al igual que cualquier gran barranco, albergan similar función: canalizar y servir de desagüe a las ocasionales aguas pluviales.

 

Así pues, si en el artículo anterior habíamos tratado el barranco de Ojos de Garza, siguiendo el litoral en dirección norte, tras cruzar la playa y la Punta del mismo nombre, bordeamos los Rajones del Salado -un llamativo acantilado que con una base de basalto antiguo, que descubrimos en la rasa marina donde las cenizas volcánicas fueron desmanteladas hace tiempo, se encuentra cubierta por el espectro cromático de los cálidos colores de las lavas recientes-, y alcanzamos una vaguada que es nuestro curioso anfiteatro, colgando sobre el acantilado. Es este el barranquillo de las Arenas, una pequeña joya paisajística que se encuentra situada en el corazón del Espacio Natural Protegido reconocido como Sitio de Interés Científico de Tufia.

Para situarlo cartográficamente tomamos como referencia el mapa topográfico 1:20000, actualizado del IDE Canarias (Infraestructura de Datos Espaciales de Canarias)

 

En él vemos que este entrante marino está reconocido como El Salado y se enmarca entre dos puntas: al sur la Punta de Ojos de Garza que la cartografía actual reconoce como Puntilla de Morro Gordo y al norte el Morro de Tufia. La cartografía, tal vez debido a su escasa entidad, no va a dedicar nombre alguno al barranquillo.

 

Voy a disfrutar de este pequeño espacio. Para ello transito por la inestable senda arenosa que discurre a media ladera, separada del borde del acantilado. La senda es cómoda y segura… para los caminantes. Más dificultosa para los ciclistas que ven como sus ruedas se entierran y el avance se torna imposible. Deben apearse y continuar a pie la escasa treintena de metros que supone su paso.

 

Observo la ladera superior mientras mi calzado se entierra agradablemente en la arena. Junto a las aulagas están presentes las nevadillas y las camelleras, los chaparros y los salados, los gualdones y las juncias marinas. Me cuesta salirme del camino. Es cuestión de respeto y conocimiento. La razón es la enorme fragilidad de un ecosistema basado en prosperar sus elementos botánicos sobre un sustrato tan inestable. Observo sin transitarlo. Se trata ahora de interés y paciencia. Sobre los riscos que bordean la ladera izquierda del minúsculo barranquillo se identifican aislados ejemplares de piña de mar. Son muy pocos, es cierto, pero es que la población total no está para grandes alegrías. Un poco más allá se conserva el grueso de los ejemplares de esta especie endémica en peligro y apenas cuenta con una veintena de ejemplares.

 

Sobre mi cabeza media docena de gaviotas patiamarillas chillan ante mi presencia, no están asustadas, pero alertan a los habitantes del ecosistema de la presencia de un ser extraño que se encuentra en su hábitat. Las observo. Es increíble cómo se suspenden en el aire desafiando un viento fuerte y dominante. Las miro y me miran, para ello, atentas, doblan sus cabezas. Me llama la atención sus robustos picos que presentan un color amarillo muy llamativo. Abandono su mirada para devolver la mía a las plantas y los rastros. Siguen chillando.

 

De pronto, en plena contemplación, un ruido inusual en este espacio hace acto de presencia. No es otra cosa que los motores de sendas motos de motocross. Sé de ellas y de sus efectos sobre el paisaje y los caminos. Cuando no las maneja un conductor sensible, informado, respetuoso con la normativa vigente, se convierten en motos destrozadoras, vehículos que erosionan y arruinan múltiples senderos habilitados para caminantes en ésta y otras islas. Motos que no deberían estar aquí, simplemente porque está prohibido su paso por los espacios protegidos.

 

Ante mi presencia en el camino, dudan un instante y en vez de cruzar el arenal, crean una rodera nueva por la ladera derecha de la vaguada, pegados a una vieja y oxidada valla que, inútilmente, pretendía imposibilitar el paso de los viandantes por la costa. Les increpo con la voz, el rostro y los brazos. Se entiende claramente mi planteamiento airado: -¿Qué hacen ustedes aquí? No hay respuesta alguna. Cascos y protección facial vuelven sus rostros inexpresivos, silenciosos. En un santiamén, dejando tras ellos una estela de arena levantada, desaparecen. Me levanto despacio y busco el rastro de sus huellas. Es fácil seguirlo pues donde están las recientes rodaduras, chaparros, nevadillas, gualdones y otras pequeñas plantas están desraizadas. -¡Maldita ignorancia! -mascullo enfadado.

 

Muy cerca el bisbita caminero se deja ver. Da pequeños pasos, breves carreras, posiblemente para alejarme de su nido. Lo observo. Luego vuelvo mi vista al mar. Desde donde estoy observo el golfo de El Salado y frente a él, las jaulas de pescado. Lubinas y doradas criadas en granjas marinas.

 

A punto de alcanzar la cima de este anfiteatro natural de arena, el viento se ha llevado las volátiles arenas dejando al descubierto caprichosas formas en la arenisca. Túneles, arcos, chimeneas de hadas, pasadizos…En algunas de ellas, la presencia de una pequeña cantidad de jable permitió la germinación de un chaparro, un gualdón o una nevadilla, convirtiéndose estas plantas en auténticos bonsáis.

 

Una vez en la cima, vuelvo la espalda al mar y observo la extensión de espacio natural completamente transformado por la intensiva extracción de arena durante varias décadas. Constato con tristeza la imposibilidad de recuperar el perfil original, un campo dunar que se extendía hasta la península de Gando. El enorme socavón será siempre el reflejo fiel de la gravedad del atentado ecológico y un aviso a navegantes de lo que no se debe hacer con espacios tan valiosos como vulnerables. Vuelvo la vista a mi minibarranco, pues en él nada altera sus perfiles de siempre. Observo las suaves ondulaciones en la arena, producto del viento. Sus perfiles se distinguen con claridad pues minúsculas partículas de arena negruzca, procedentes de la desintegración de las rocas, se desplazan por efectos gravitacionales al fondo de cada ripple-mark. Es cuestión de peso y la estética que producen en el mar ondulado de arena provoca una emoción.

 

En este segundo artículo dedicado a los pequeños barrancos quiero aportar también alguna medida de protección y mejora, tanto para los responsables de la vigilancia y mantenimiento de nuestra red hidrográfica como para la propiedad privada que, al igual que con el barranco anterior, la mayor parte de las veces se despreocupa del estado de la misma.

 

La primera: Es urgente señalar en todas las entradas al Sitio de Interés Científico que estamos en un espacio protegido. Mientras no se haga, la gente seguirá entrando y, por desconocimiento e imprudencia, seguirán dejando sus huellas fuera del sendero señalado.

 

La segunda: Debe haber un letrero con normativa específica, un cartel con símbolos donde se advierta de la prohibición de paso a motos y vehículos de motor.

 

La tercera: Existe una senda blanda, consistente en dos sencillas filas de piedras del entorno que delimitan el lugar de tránsito. Es muy importante su mantenimiento pues de ese sendero y su uso depende la supervivencia de las piñas de mar y los chaparros.

La cuarta: Este espacio no es una pista de entrenamiento para las bicicletas de montaña. No podemos transitar por donde queremos. La bici es un vehículo blando no contaminante, es cierto, pero fuera de las sendas habilitadas, destrozan la arenisca y las plantas, dañando el ecosistema.

 

José Manuel Espiño Meilán es miembro fundador del Grupo Naturalista Turcón, de que es actualmente presidente honorífico, socio y activista. Divulgador y defensor de la vida a través de la docencia, ecología, senderismo, escritura, compromiso y paciencia.

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