TELDEACTUALIDAD
Telde.- Mientras Madrid se revuelve en protesta por 15 días extra de restricciones y limitaciones para salir de un municipio a otro para frenar la curva de contagios de la covid-19, hay familias, como la que forman Teresa Rodríguez y su hijo Juan Luis, con una discapacidad reconocida, que siguen prácticamente confinadas siete meses después. Al menos así lo vive su hijo, para quien prácticamente no ha habido fases de desescalada. Su mundo se paró en marzo, con aquel decreto del estado de alarma, y ahí sigue, con la vida aparcada y en suspenso.
Juan Luis, que reside en la capital, tiene plaza asignada en el CAMP de San José de Las Longueras desde hace más de 10 años. Allí acudía todos los días hasta que el virus se cruzó también en su vida. Desde entonces no ha vuelto, porque, según apunta su madre, no han vuelto a abrir el servicio de centro de día de este recinto dependiente del Cabildo. Y tanto Teresa como Juan Luis ya están desesperados, según detalla Gaumet Florido en un reportaje publicado por Canarias7..
Ella, aunque adora a su niño, vive presa de una angustia vital porque su hijo necesita de una atención muy exigente y a sus 55 años no ha tenido prácticamente un respiro en estos siete meses. Y él, Juan Luis, cada vez echa más de menos su rutina en el centro. «Hay veces que se da golpes en la cabeza, de ansioso que está, o se pasa las noches pidiendo volver al cole, como él dice, o llamando a algunos de sus compañeros», relata Teresa.
No sabe ya a quién ni a dónde acudir para que le escuchen. Su hijo necesita urgente volver al centro, por sus propias necesidades y por las de ella. Juan Luis tiene reconocida una discapacidad del 94% con afecciones tanto a nivel físico, como psíquico y sensorial. Y requiere de pautas y de estimulaciones que solo pueden dispensarle profesionales. Pero ese alto grado de discapacidad obliga también a Teresa a estar pendiente de su hijo las 24 horas del día sin apenas poder salir de casa. «Vivimos con la ayuda que recibe mi hijo, pero son apenas 590 euros y solo en el alquiler se me van 200 euros y pico, por eso tengo que salir a buscar trabajo ya y esta situación me lo impide», prosigue.
Ambos residen solos en una vivienda de Visocan en alquiler, en Casablanca 3, en la capital. De allí un servicio de transporte llevaba y traía a su hijo al CAMP de San José de Las Longueras. En alguna ocasión, como no les da para llegar hasta final de mes, ha tenido que recurrir a la ayuda de la iglesia. «Necesito trabajar, pero no solo porque me hace falta el dinero para vivir, sino porque yo me encuentro todavía joven y quiero sentirme activa, aquí dentro me paso el día encerrada y llorando», se lamenta Teresa.
Ella se encarga de asearlo, afeitarlo, vestirlo, pelarlo y darle de comer. Lo hace todo. Y todo eso teniendo en cuenta que su casa no está adaptada para las necesidades que exige tratar con una discapacidad de un 94%. También lo saca un ratito a la calle, pero no siempre puede. Menos mal que no es muy corpulento, porque entonces ni siquiera podría darle estas atenciones.
A Teresa no se le escapa que este virus ha cambiado la vida de millones de personas y que ha alterado el normal funcionamiento de los centros asistenciales, pero recuerda que su hijo sigue vivo y que tiene derechos que no se le puede negar. Ruega que hagan un esfuerzo por devolverlos al mundo que, pese a todo, aún sigue girando.




























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