GAUMET FLORIDO
Suelo ver la botella medio vaciÌa antes que medio llena, un pesimismo geneÌtico por herencia materna con el que tamizo buena parte de mi visioÌn de la realidad. Pero hay veces en las que me toca reconocer que en algo hemos cambiado y que, ademaÌs, lo hemos hecho en la buena senda.
Es lo que siento cuando echo mano de la memoria, o mejor, cuando me la refrescan en tertulias familiares o de amigos, y se me vienen a la mente algunos lamentables episodios que me tocoÌ vivir, afortunadamente, y perdonen el egoiÌsmo, no en primera persona, de lo que entonces llamaban cosas de niños y que eran acosos crueles y despiadados a criÌos que, hoy por hoy, deben tener hasta secuelas.
Ahora me parecen sacados de una peliÌcula de terror, pero eran pura y viÌvida realidad y estaban a la orden del diÌa. Uno como chiquillo rezaba para que no le tocara. LlegueÌ a ver, por ejemplo, coÌmo metiÌan a un niño en un contenedor de basura y lo paseaban por el colegio, hacieÌndole creer que lo iban a dejar caer por la escalera de la cancha. A otro, ya en el instituto, lo encerraban en un armario y le daban golpes sin tino. Lo tiraban al suelo, lo pateaban, y el adolescente gritando, desconsolado... O le escribiÌan todo tipo de insultos en la pizarra.
Los fuertotes, los amos de la cañada, los abusadores, organizaban capoteadas. AsiÌ les llamaban. De repente señalaban a un niño y una turba enfervorecida de hormonas revueltas y testosterona, cual marabunta de zombis, se lanzaba a darle golpes a mano abierta, unos encima de otros. Y la criatura, empequeñecida, se protegiÌa, encogida, agazapada, arrinconada.
Eso me tocoÌ verlo a miÌ, pero mis hermanos, ahora por la treintena, vivieron episodios a mi juicio tanto o maÌs humillantes. Como cuando la cogiÌan con una chiquilla y una enloquecida masa de locos y locas la cosiÌan a es- cupitajos. O cuando acometiÌan verdaderas persecuciones en masa para moler a golpes a un compañero. En una ocasioÌn, la viÌctima, presa del paÌnico, llegoÌ a entrar como alma en pena, pidiendo auxilio a gritos en una tienda cerca de casa.
Y mientras tanto, nadie pareciÌa hacer nada. Entonces se deciÌa que eran cosas de niños. No actuaban ni las familias ni las comunidades educativas. Yo al menos no recuerdo ninguna intervencioÌn especiÌfica de los centros en los que estuve. En cambio, hoy, aunque el problema persiste y sigue siendo grave, hay otra conciencia. La administracioÌn se lo ha tomado en serio y ha fijado incluso protocolos de actuacioÌn. Me ha tocado vivir alguna iniciativa como padre y he notado la diferencia. Hubo un conato de bullying y se paroÌ a tiempo. ¿CoÌmo? Con dinaÌmicas de grupo, haciendo hablar a los chiquillos sobre lo que estaba pasando y cambiando formas de comportamiento. En esto al menos hemos cambiado a mejor.
Gaumet Florido es periodista y redactor del diario Canarias7 en Telde.
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