GAUMET FLORIDO
Quien ha perdido a un ser querido sabe de lo que hablo. El golpe derrumba el mundo bajo tus pies. Más aún si la marcha no era esperada. Pero en las primeras horas andas como en una nube.
Entre que casi no terminas de creértelo y que no paras de recibir muestras de afecto y condolencias, sobrevives a la pesadilla dopado de artificios. Lo malo viene luego. Vuelves a tu vida, cierras la puerta, y, de repente, solo hay silencio. Y vacío.
En fin, ley de vida. Nada nuevo bajo el sol. Por ese trance hemos pasado o pasaremos todos. El problema es cuando la víctima, o los familiares de la víctima, lo son por un hecho traumático: un accidente de tráfico, o de avión, una agresión por violencia de género, una intoxicación masiva, un terremoto o una catástrofe derivada por efectos del clima. Entonces la soledad es doble. Sabe amarga. Y mezquina.
¿Por qué? Porque ese dolor, normalmente desgarrador y de una proyección pública a menudo pornográfica, se suele cotizar alto en el mercado del postureo para que saquen buena tajada políticos, medios de comunicación (sí, también nosotros) y fanáticos varios, en uno y otro sentido, que medran camuflados en la jungla de las redes sociales. Pero el caso es que, al menos mientras dura el festín, la víctima, que se agarra a un clavo ardiendo, se autoengaña y cree sentirse arropada. La deslumbran los flashes y se deja engatusar por los cantos de sirena.
Por eso, en cuanto cae el telón y cesa el aplauso, la víctima se topa con su triste destino: la soledad. Y le toca peregrinar en un mar de incomprensión reclamando lo que antes le garantizaban a boca llena. La Justicia es fría. La burocracia, también. Bien lo saben los afectados por el vuelo de Spanair, los que sufrieron daños por las lluvias de 2015, la familia de la última mujer asesinada en Telde... Su castigo es doble.
Gaumet Florido es periodista y redactor de Canarias7 en Telde. Artículo publicado en ese periódico.





























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