(A la memoria de la inolvidable Jane Millares Sall).
Al pasear por las empedradas calles de San Francisco de Telde, otrora Altozano de Santa María de La Antigua, tenemos la sensación de no estar solos en nuestro nocturno deambular. Sentimos la inexplicable presencia de otras tantas gentes, que por aquí pasaron en tiempos pretéritos.
Cada plaza, rincón, calle o callejón nos asaltan contándonos sus más íntimas historias. Aún resuenan en nuestra memoria los versos del gran Montiano Placeres Torón (1885-1938) al cantar las delicias de estas rúas de tortuosos y sinuosos trazados que él, con gran acierto, llegó a comparar con cuerpos de sierpes (Culebras o serpientes), advirtiéndonos que en el pueblo había calles que poseían entrada, pero no salida.
El resultado de tan abigarrado urbanismo, a ojos de Montiano, era algo así como la pizarra de la escuela tras una clase de geometría: Plazas de Los Romeros y San Francisco, rincones de El Árbol Bonito, La Fuente del Pueblo y Los Lavaderos de San Sebastián (Allí donde se inicia ese pequeñísimo barrio, en el presente eclipsado por su hermano mayor San Francisco). Calles de sonoros nombres como: Bailadero o Baladero, Santa María, Portería, Carreñas, Altozano, Tres Casa (así, sin S al final), De la Fuente, Huerta, Carlos E. Navarro Ruíz, Fray Juan de Matos, Nueva o de Inés Chimida, San Francisco, Altillo y Montañeta.
Si tuviéramos que enumerar los cientos de familias que desde 1483 tuvieron aquí sus hogares, nos meteríamos en un berenjenal de inacabable relatar. Las llamadas Sagas Ilustres destacaron por casas de mayores proporciones con amplios patios y jardines-huertas adyacentes. Alguna combina sus cubiertas de tejas y azoteas planas, pero la mayoría fueron terminadas con cielos rasos, aprovechando los techos ligeramente inclinados hacia el interior como captadores de aguas de lluvia, que irremediablemente caían a chorros sobre el pétreo suelo de los patios, para colarse a los aljibes a través de angostos sumideros.
Echando un vistazo desde las alturas, a manera de los cernícalos que por aquí abundan, podríamos divisar esas grandes mansiones de señorío: Casa de Los Álvarez-Amador, junto al Árbol Bonito; Casa del Pino, antiguo cuartel de la Guardia Civil, conocido en esa época por El Orfeón (Ya que todo el que entraba allí, irremediablemente cantaba) en la Calle del Altozano; la Casa del Indiano de longa fachada, en la calle de Las Carreñas; la Casa de doña Abigail (Hoy de los herederos de don Gilberto Monzón Mayor)en la calle de entrada al barrio por las Cuatro Esquinas, lugar de nacimiento de dos insignes patriotas, los hermanos Navarro Ruíz: Don Carlos Evangelista y don Eusebio; La Casa de Los Sall, también llamada de doña Dolores Sall (Inexplicablemente cerrada a cal y canto, después de una millonaria inversión de fondos públicos para convertirla en Centro de Interpretación del Conjunto Histórico-Artístico y Acogida de Visitantes); La Casa de Los Manrique de Lara Bascarán (Hoy perteneciente a la Orden Salesiana) en El Valle de la Fuentecilla o Bailadero (Baladero). Y para finalizar este improvisado listado: La Casa de Los Millares Sall (También conocida como el hogar de don José Frugoni y doña Lola Perdomo), al final o principio de la Calle Portería, esquina con Santa María, muy cerca de la Plaza de Los Romeros, hoy mal llamada del Mirador. Hogar veraniego y a veces también primaveral de don Juan Millares Carló y doña María de los Dolores Sall y Bravo de Laguna, así como de sus hijos: Agustín, Juan Luis, José María, Sixto, Eduardo, Manolo, Jane, Yeya y Totoyo Millares Sall (Todos ellos Glorias de las Artes Canarias).
A estas edificaciones se unen un centenar de medianas y pequeñas casas, ejemplos vivos de la más pura arquitectura popular, sencillos hogares que en el pasado fueron ocupados por los más diversos artesanos y hoy por unidades familiares de procedencias diversas.
Volvamos de nuevo la vista sobre el domicilio particular de los señores Millares-Sall.
Don Agustín fue hombre ilustrado, conocedor de varias disciplinas, tanto en ciencias como en letras y animador sin igual de las actividades culturales, que tuvieron como marco el antiguo y celebérrimo Colegio Lábor, en Los Llanos de San Gregorio, en donde ejerció de enseñante y educador a partes iguales. Este intelectual grancanario tuvo que refugiarse en Telde, tras recaer sobre él el mazo martilleante de la Dictadura (1936-1975…). Contaba su hijo José María que un día, durante las calmas chichas de finales de septiembre o muy principios de octubre, su padre los llevó a la cercana y siempre popular Playa de Melenara. Allí, corretearon y jugaron en sus negras arenas.
Antes no se tomaba el sol, éste caía a raudales con todo su esplendor sobre los cuerpos de adultos, jóvenes y niños. La poca protección la daba, en los mejores casos, unas improvisadas sábanas tendidas entre barca y barca a manera de jaima moruna. Bajo ellas, abanicando el “calufo”, las madres y los padres se desgallitaban (desgañitaban) llamando la atención, de los niños y niñas que, o bien se introducían en el mar antes de hacer la digestión o simplemente donde no hacían pie. De regreso a su casa de San Francisco, don Agustín padre, decidió echarse una siesta balanceándose suavemente en su perezosa. Al rato, José María se acercó y vio que a los pies de su progenitor un niño, su hermano Manolo, que contaba por entonces sólo cuatro o cinco años de edad, había traído unos puños de barro cuasi líquidos y con aquella tierra mojada y sus manos como únicos instrumentos, había reproducido un ondulante mar y un barco de vela navegando en él. Todo ello sobre una loza de cantería. Le sorprendió tan gratamente el incipiente ingenio artístico del infante, que presuroso, tocó a su padre en el hombro para que viera el genio del pequeño. Tras el gesto de alerta, don Agustín súbitamente se despertó, no sin cierta alarma.
Ante la atropellada explicación de su hijo mayor, que le decía: ¡Papa, papá, mira lo que ha hecho Manolo! ¿Verdad que es precioso? El padre le espetó: ¡Y para eso me has interrumpido el sueño! alzando la mano le dio un sonoro bofetón. Pasado el tiempo, José María (Eximio poeta universal, al igual que su hermano Agustín) le recordaría a su hermano, el gran artista plástico Manolo Millares: Manolo, ¿Sabes cuánto costó tu primera obra artística? El joven pintor contestaba: Pues, a ciencia cierta, no recuerdo cuanto pudo ser. Y su hermano le decía: ¡Pues mira por dónde, yo no lo podre olvidar jamás, pues a mí me costó un buen cachetón!
La presencia de la tribu de los Millares Sall en las calles de San Francisco, ha sido motivo de muchas charlas entre los vecinos, que no los han olvidado todavía. Pues cuando se acercaba el verano, todos ellos se mantenían expectantes ante la llegada de tan ilustre chiquillería. La forma de vestir y calzar (Sandalias para las niñas y los niños, trajes y demás vestimentas de colores blancos, beige y azul marino, nada usual por estos lares), eran la admiración y la envidia de muchos, cuando las distancias sociales eran tan pronunciadas como las culturales. Doña Dolores era toda una dama que emanaba bondad por los cuatro costados. Así, cuando llegaba la hora de la merienda, le quitaba la aldaba a la puerta del zaguán para que pasaran los niños del barrio y allí, sobre una mesa alargada, éstos podían hacerse con un pequeño bocadillo de medio pan con queso tierno y conserva de guayaba, acompañado de un trozo de chocolate.
En aquellos tiempos de penuria y marginación, en plena postguerra española, era un gesto de solidaridad que, con el tiempo, las gentes de allí no han olvidado. Los Millares Sall respiraban libertad y complicidad en sus juegos, en las lecturas y en las tardes musicales, animadas por unos padres cuya principal preocupación era la formación humanística de su prole.
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
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