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Domingo, 05 de Octubre de 2025

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Jugadoras de cartas/Multimedia. Jugadoras de cartas/Multimedia.

Juego de cartas

El cronista oficial de Telde inicia una nueva serie de artículos bajo el título Camino hacia la desmemoria

direojed Jueves, 21 de Julio de 2022 Tiempo de lectura:

(A la memoria de cuantos formaron parte de El Gaviotero, veraneantes de las playas de Las Salinetas, Las Clavellinas, Melenara y Taliarte, en especial a mi tío José [Pepe] Fleitas Hernández).

 

En varias ocasiones y en los últimos años, hemos escrito sobre viejas costumbres de la vida cotidiana de los teldenses, y por extensión de los grancanarios, cuando no de los canarios en general.

 

Al carecer nuestras islas de notorias diferencias estacionales, el tiempo era marcado por la mayor o menor amplitud de las horas solares. Así, el invierno acortaba el día y ya a las siete de la tarde comenzaba a oscurecer. Los teldenses a esa hora, veíamos como el Astro Rey jugaba al escondite tras las montañas cumbreras de nuestra isla. Y en pocos minutos, la noche envolvía cada lugar, cada recodo de la Vega Mayor. En cambio, en el estío, los juegos armoniosos de la luz solar se hacían presentes y dejaban tras de sí un frente dorado y rojizo en demasía, que nos permitía decir aquello de ¡La Virgen está planchando! Porque aquella paleta de colores era presagio de una próxima jornada calurosa.

 

Las playas del litoral teldense, con sus sonoros nombres, acogían a naturales de las mismas los doce meses del año, pero de mayo a noviembre, muchos eran los que desde la ciudad bajaban a la costa. Ésos eran llamados veraneantes y pertenecían a una clase social determinada. En esa sociedad altamente clasista, había playas para gentes que se auto titulaban de primera, de segunda y de tercera. Bien es cierto que un grupo de amigos de infancia y juventud olvidaban esas clasificaciones a la hora de compartir animadas charlas y algún que otro juego, como era el caso ejemplar de los componentes de El Gaviotero.

 

Situemos a éstos en su lugar geográfico de reunión, en el promontorio que tanto ayer como hoy, conocemos por Las Clavellinas. Antes de la fiebre constructiva y urbanística de nuestro Ayuntamiento, los riscales afloraban por todos sus bordes, haciendo de esta meseta natural un verdadero mirador sobre las playas de Melenara y Las Salinetas. En su parte norte, a los pies de la casa de Maestro Pancho Ortega, existían unos bancos naturales de piedra basáltica, algunos de ellos verdaderos tronos creados por la naturaleza. A partir de las cinco de la tarde, tan vez cinco y media, después de una reparadora siesta hispana, iban apareciendo por allí un buen número de caballeros, que compartían momentos de solaz con animado parlamento y después, cuando entre chanzas y toda suerte de envites dialécticos llegaban las siete de la tarde, marchaban esas gaviotas hacia la zona conocida por Los Barquillos, junto al muelle de Melenara, y en la terraza del bar de Fernando, iniciaban un ritual de verdadera camaradería: Primero sacar las cartas o naipes (siempre cartas españolas), después barajarlas con soltura y honesto proceder para más tarde repartir las manos y jugar a La Zanga o El Envite, la mayor parte de las veces, aunque también algunos optaban por otras variantes, y así aquí dejo constancia de aquellos juegos más o menos populares entre nuestros teldenses de entonces: El Subastado, el Tresillo, el Hipo de P…, La Brisca, El Cinquillo o el Huevo frito, El Burro, El 7 y medio, El 4 de oro, El Chinchón, La Ronda, El Julepe, El Ramis, El Tute, La Napolitana, La Escoba, La 31, El Solitario, El Mus…

 

En Taliarte eran famosas las tertulias de Las Fleitas y también la que se reunía en torno a Fifo García. En Las Salinetas, dos lugares fueron los elegidos por los amantes de los juegos de cartas: Uno era la terraza de la casa de Isidro García, en donde sólo estaba permitida la asistencia de varones. Éstos eran tan escandalosos que cuando jugaban al envite los gritos se oían, desde los lugares más distantes de aquella playa. Sobre todo, si el que jugaba esa tarde era Alejandro Castro Jiménez, persona entrañable y de muy grato recuerdo. El otro lugar para el ocio y el juego de cartas era la gran terraza de la casa-polivivienda de la familia Mayor (en expresión de Tita Mayor ¡En Telde quien no es Mayor es menor!). Allí los hermanos: Josefa, Adela, Ángeles, Mima, Pancho, Lila y Juan; y su prima hermana Carmen, se juntaban para, entre charla y charla, echar unas cuantas partidas, amenizadas por los juegos infantiles de hijos y, más tarde, de nietos; éstos últimos eran legión.

 

No crean ustedes que los juegos de cartas eran mayoritariamente privativos del género masculino, pues entre las féminas había verdaderas expertas. En casa de mi abuela postiza Dolores (Lola) Fleitas Hernández, cada tarde y a la misma hora, aproximadamente las cinco, se reunían entre otras, las hermanas López, Consuelito, Balbina y Lucrecita, a las que se les unía María Ascanio y de forma eventual Lolita Placeres Amador con alguna que otra amiga. Ellas jugaban a La Ronda y en vez de monedas, usaban los garbanzos, las judías o los millos, como marcadores fiables de quien iba ganando o perdiendo las diferentes partidas. Irremediablemente a las ocho en punto, se cortaba el juego y cada una volvía a sus quehaceres domésticos, menos mi querida abuela que, con Rosario en mano rezaba y rezaba por todos y cada uno de nosotros de forma casi interminable. Aún recuerdo el tablero redondo de la mesa de juegos sostenida por un solo elemento vertical, que a quince centímetros del suelo, se abría en cuatro curvilíneas patas. Sobre él, un mantel de paño verde y de vez en cuando, algunas tazas con aromático café ¡Doña Lola, no se raye esta jugada, que no la ganó! Y ella con picardía, no exenta de descaro contestaba: ¡Ave María Purísima! ¡Cómo está la gente! ¡Cómo se ponen por una judía de nada! Y es que mi abuela, si no hacía trampas en el juego, prefería no jugar.

 

Los niños y jóvenes también jugábamos a las cartas. La mayoría lo hacíamos con la baraja española y sus cuatro consabidos palos: Oro, Copas, Bastos y Espadas. Pero los había, que para distinguirse un poco de los demás, porque habían estado en Inglaterra, lo hacían con cartas de Póker, haciendo ostentación de sus saberes foráneos. Aunque, a decir verdad, a la mayoría nos causaba risas y no pocas burlas, diciéndoles ¡Mi niño/a, qué “fisno/a” has venido este año! Ante tal malicioso comentario, hasta el más pintado se ruborizaba, pues era consciente de haber rayado el más absoluto de los ridículos.

 

Entre la chiquillería de más o menos edad, el juego de cartas de mayor interés era El siete y medio. Éste trataba de ajustar con todas las cartas la cantidad de siete y para las medias se utilizaba la sota, el caballo y el rey. Si te pasabas con la cuenta, la expresión a manera de queja o lamentación era ¡Me voy para las chacaritas! Sin saber que tal dicho era sinónimo de irse a la tumba, pues los indianos procedentes de La Argentina, cuando se les preguntaba por fulano o mengano del que hacía tiempo no se tenía noticia alguna decían ¡Ese pobre hace tiempo que se fue para Las Chacaritas! (Así se llamaba al principal cementerio de la Ciudad de Buenos Aires).

 

Ante la falta de mesa, los/as noveles jugadores/as utilizábamos la arena (en Las Salinetas, los lugares de reunión principales fueron siempre la Montaña de las pulgas y La barranquera). Y para que el viento en ráfagas imprevistas no hiciera volar las cartas, las clavábamos en posición vertical sobre aquella. En estos casos, el millo (maíz), los garbanzos o garbanzas y las judías eran sustituidos por pequeñas piedrecillas tomadas de los charcos cercanos. A veces éstas no eran tales, sino trozos de vidrio que las olas en su ir y venir, habían limado sus bordes, quitándoles sus naturales cortes angulares.

 

Otros/as preferían jugar al Burro Seguido, al Huevo Frito o Cinquillo y también a la Ronda robada y La Escoba entre otros.

 

Así pasábamos las tardes y mientras las abuelas y las madres tomaban algún que otro café o agüitas guisadas (como se les llamaba antes a las tisanas) y los padres y abuelos se echaban sus “ronquetes” o buchitos de Coñac Fundador (representado en Telde por don José Betancor Jerez, popularmente conocido por El cajero, al cumplir las funciones de depositario en nuestro M.I. Ayuntamiento). Los infantes y los jóvenes merendábamos a base de suculentos bocadillos de queso tierno y conserva de membrillo o guayaba (para más precisión de la cubana marca Conchita o de la grancanaria Tirma), cuando no con un pan horadado y preñado de azúcar y aceite de oliva. Todo ello con un trozo de jícara de chocolate. ¡Qué tiempos! Ni mejores, ni peores… sólo diferentes. Mirar atrás sin añoranza, pero recordando tiempos que no volverán, pues es Ley de Vida. Ahora cuando ya fresamos los sesenta y tantos largos años, la realidad nos induce a pensar que, tarde o temprano, la desmemoria ocupará cada vez más terreno en nuestras mentes y, por si acaso este momento y situación se anticipa, sigamos escribiendo de aquello que hemos sido testigos.

 

Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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