(Dedicado a Ari y Auri, y a otros tantos que como ellos, aman a los perros).
Llevo algunos días releyendo a Delibes, ese escritor vallisoletano y universal al que conocí hace años, a través de su obra La sombra del ciprés es alargada, premiada con el Nadal de 1948. Después, nuestros encuentros tuvieron otros títulos y otros momentos: El camino, Mi idolatrado hijo Sisí, La partida, Diario del cazador, Diario de un emigrante, La hoja roja, Las ratas, Cinco horas con Mario, La mortaja, El Príncipe destronado, La guerra de nuestros antepasados, El diputado voto del señor Cayo, Los Santos Inocentes, Cartas de un sexagenario voluptuoso, El tesoro, Señora de rojo sobre fondo gris, Diario de un jubilado, El hereje, y más recientemente La bruja Leopoldina y otras historias reales.
A don Miguel le sentí cerca en esos momentos de complicidad literaria, pero mi particular éxtasis fue, cuando como Presidente de ACAMFE (Asociación de Casas Museos y Fundaciones de Escritores de España y Portugal), tuve la suerte de visitar con el resto de mis compañeros su domicilio particular: hacía sólo media docena de meses que faltaba. Don Miguel el periodista y escritor castellano se había ido para caminar por lares celestes y, desde allí, divisar nuestra realidad meseteña. Su nuera, una grancanaria entregada por entero a su memoria, me permitió sentarme en el sillón que había junto a su mesa escritorio, tomar su pluma en una mano y con la otra sostener el último folio o cuartilla (no recuerdo ahora bien si era uno o la otra) que había escrito. No fue un acto de soberbia de mi parte, más bien fue una liturgia aderezada de admiración y gratitud. Ahora pienso, que de todos los personajes magníficamente descritos en su prolija obra, yo me quedo con sus perros, aquellos seres tan bien descritos que podrían saltar de las hojas de sus libros al suelo de mi cuarto de estar, en cualquier momento.
Miguel Delibes, no necesita de mis torpes palabras para ser conocido, ni mucho menos reconocido por los múltiples lectores que de él han sido y serán en el futuro. Su genio inmortal está en el uso, jamás el abuso, del bellísimo castellano-español con que cotidianamente se expresaba, tanto oralmente como a través de la escritura. Todo en él adquiere una natural excelencia, tomada de quien se sabe poseedor de un amplio y preciso vocabulario, administrado de forma docta y siempre precisa.
Los perros de Delibes no dejan de ser canes al uso, llevados a la personalización por la magia de su pluma.
Yo que me confieso galdosiano, en el más amplio sentido de la palabra, tengo entre mis pertenencias más preciadas un retrato fotográfico original del autor de mmmLos Episodios nacionales, en donde se le ve sentado en un rincón de su casa de Santander y, junto a él su fiel mastín. Imagen ésta que es toda una declaración de principios.
Victoria Augusta de Lara Vega, amante sin igual de todo lo que tuviese vida propia o no, buscó incansablemente la belleza y el amor en las cosas animadas e inanimadas. Lo mismo hablaba apasionadamente de los extraterrestres como acariciaba algunas de sus piedras mágicas. Hasta el último momento de su longeva vida echó en falta a los perros que la habían acompañado en su soltería. Repitiendo el viejo dicho de entre más conozco a los humanos, más aprecio a mis perros.
Llegado a este punto, mentalmente he hecho un listado de aquellos que han compartido mis años vividos. A los pocos meses de vida y de manos de mi hermano Paco José, llegó a casa el primer perro del que yo puedo dar noticias. Se llamaba Duky, era una mezcla por determinar, de esponjoso y fulgurante pelo manchado de marrón rubicundo sobre blanco. Mi madre me recordaba que lo había alimentado a base de los restos de biberón (leche y gofio, que yo, en mi proverbial inapetencia dejaba un día y otro también). ¿Cuánto duró? No creo mentir si afirmo, que entre catorce y quince años, llenos éstos de mil y una anécdotas que contaremos en otra ocasión.
Pasado solo unos años, llegó a nuestras vidas Torrit, una salamera pequinesa que hizo las delicias de todos. Y que, a pesar de ser denostada por mi madre en un principio, ésta pronto fue ganada para su causa perruna. Por unos meses nada más, tuvimos al inquieto Topito, un caniche de ojos y pelo color azabache que nos tuvo a mal traer con sus escapadas por la Playa de las Salinetas. Topito fue feliz en casa de los hermanos Florido de la Nuez (Maricarmen, Antonio y Agustín). En otro momento me empeñé en tener un dóberman, que cuando llegó era tan pequeño y escuálido que con sus tonalidades negra y marrón más parecía una cucaracha que un perro. Y así fue fácil ponerle nombre: Cucarachita. Pasé algún tiempo sin acompañamiento canino, yendo de aquí para allá y consolándome con los que poseían mis amigos, sobre todo con la pequeña jauría que, en los veranos salineteros seguían a mi buen amigo Gonzalo Mayor Calderín, que terminó siendo un excelente veterinario.
Cokki fue el nombre nada original, que le di a un Cocker hispanier tricolor (blanco y negro con algunas manchitas de marrón). Fue un ser muy especial y con él compartí junto a mi familia natal y a la que creara con posterioridad, unos momentos realmente memorables. Nadador nato, lo más feliz que le hacía era ir a la búsqueda de un trozo de madera flotante o una piedra sumergida en cualquier punto de la costa de Las Salinetas.
Siendo profesor del Colegio de San Ignacio de Loyola de Las Palmas de Gran Canaria tuve por suerte un tutorando llamado Rafael Riera y éste me proporcionó un perro de notable presencia. Se llamó Chaval, en honor a un pastor alemán que mis suegros habían tenido hasta hacía poco. El mío, el nuestro, pues era también de mi esposa Maricarmen y de mi hijo Luis, era una pequeña bola de carne recubierta por una capa de espeso pelo, que al pasar los meses se convirtió en bellísimo ejemplar de mastín español, que para mantenerlo en óptimas condiciones de vida tuvimos que llevarlo al jardín de los Pérez de Lara. Al faltarnos Cokki unos amigos nos regalaron al noble Duque, un bellísimo ejemplar de boxer, cuyo excelente carácter, no exento de mansedumbre lo hizo muy popular entre los vecinos de nuestro barrio. Y desde hace doce años, disfrutamos de la ahora anciana cascarrabias de Sandy, una carlino, dormilona y extremadamente exigente a la hora de su cotidiano ir y venir; comedora de todo lo imaginable que reclama a golpe de pequeños y repetidos ladridos, que la mayor parte de las veces taladran nuestro cerebro hasta la saciedad.
En nuestro segundo hogar en Bujalaro, Guadalajara, tenemos a Thor y Hulk, dos bellos ejemplares de mastines castellanos que con porte señorial, controlan que nadie invada sus territorios.
Estos son mis perros domésticos, pero hay otros muchos que tenían por dueños a amigos, familiares más o menos cercanos y conocidos que también pasaron por mi vida: Frufrú o Frulo fue el rabioso pequinés de mis amigos Los García-Franco. Cartucho, el eterno acompañante de mi buena amiga Cheli Monzón García. Duglas perteneció a mis vecinos y amigos los Ramos-Álvarez. Mis hermanos han tenido tantos perros como yo, pero vamos a recordar solo algunos: Tarita de mi hermano Luis, en su pequeñez de chiguagua, nos dejó un buen recuerdo. Chester de mi hermano Paco José fue un collie inquieto y pertinaz, cariñoso en demasía. Pinki de mi hermano Julio César, familiar, entrañable, recibió el tributo de un libro (Carta para mi amo), que su dueño le escribió con pulso temblante y ojos anegados de lágrimas. En casa de mi hermana Chelo, mi sobrina Naida tiene a su sabedor Rocco, quien a pesar de su exquisita educación sabe darle la vuelta a las normas para hacerse el rey del territorio. En mi más tierna infancia uní mis juegos a un grandullón lleno de lana, que atendía al nombre de Pirulo. Éste pertenecía a mi prima Mari-Lola Fleitas Padrón, quien lo había mimado hasta la saciedad.
Llegado a este punto, me han asaltado algunas ideas, siendo la principal la que tiene por protagonista al cantautor grancanario Ari Jiménez. Él y yo llevamos a cabo una propuesta cultural de notable aceptación: Los Patios [En]cantados. Esa actividad cultural por muchos años se ha llevado a cabo en los patios de la Casa-Museo León y Castillo de Telde, hasta el día de hoy. Como fruto de nuestra amistad y complicidad, le pedí que compusiese una canción dedicada a nuestros eternos acompañantes: los perros. Y él lleno de inspiración a la idea le puso letra y música.
Estos días, mientras pensaba qué estructura darle al presente artículo, me volqué en apuntes y notas varias. Recurrí a alguna que otra enciclopedia y también navegué por las redes en busca de aquellas identificadas como razas genuinas o propias del Archipiélago canario. Así, me aparecieron cuatro tipos de canes de características muy definidas y cuyos criadores se esmeran para salvaguardarlos de más que posibles mezcolanzas con otros canes existentes. Me refiero al can de canes por antonomasia de nuestro solar insular: el presa canario, que según algunos acompañó a los canarii en sus cotidianos quehaceres. Éstos, al defender la existencia de esos grandes perros, mantienen que fueron ellos los que pusieron nombre primero, a nuestra Isla de Gran Canaria y por extensión a todas las circundantes. El antepasado de nuestro actual presa fue reconocido en las diversas Cortes europeas de finales del siglo XV y principio del XVI, impactando por su robusta corpulencia y su estampa de dominador en las más diversas situaciones. Hay otros que dicen que la actual presa puede ser mezcla o evolución de los llamados perros de guerra, que los castellanos emplearon aquí como en Indias para amedrentar a los naturales de un lado y de otro.
Todos los que, de niños, fuimos alumnos del Colegio María Auxiliadora, regentado por las Hermanas Salesianas, en el barrio teldense de Los Llanos de San Gregorio, recordaremos la existencia por entonces (finales de los años cincuenta, principios de los sesenta del pasado siglo XX) de un enorme perro presa, que llamábamos Bocanegra. Éste vivía aislado en la huerta existente tras el patio de juegos. Alguna avispada salesiana, corrió la voz entre las alumnas y alumnos de que si hacíamos alguna travesura y no éramos párvulos ejemplares, nos echarían a las fauces de tan feroz can. Ni decir tiene que ante el pánico por terminar así nuestros cortos días, no había quien incumpliese las estrictas normas de disciplina y urbanidad.
El bardino o berdino, denominación ésta última que sólo he visto en un par de autores, parece ser que tuvo su primer campo de acción en la isla hermana de Fuerteventura, en cuyos campos pastoreaba libremente a cabras y ovejas. Sus habilidades pastoriles y su resistencia física fueron tan alabadas que muy pronto sus servicios fueron reclamados por pastores de otras islas.
El lobito herreño, llamado así seguramente por su aspecto, aunque éste parece más al coyote norteamericano que al lobo europeo, es también un perro de guarda de ganado. Según me dijo en su día mi siempre querido y recordado primo Aquilino Padrón Padrón (Quíli), este perro es muy diestro para el trabajo del campo; corredor infatigable, otea el paisaje y descubre una cabra u oveja a larga distancia; sus ladridos medidos según la necesidad del mensaje, pone en alerta a sus congéneres y como no, a su dueño el pastor. Su belleza le viene dada por un pelaje suave y abundante, lo que le hace resistente al frío imperante en la meseta de Nisdafe y en otros lugares igual de gélidos del invierno herreño.
En la Isla de San Miguel de La Palma y concretamente en la localidad de Garafía, otro perro pastor de características algo similares al lobito herreño pero de menor envergadura se cría otro can, que como buen amigo del hombre, ha acompañado a pastores y agricultores del lugar en todos sus quehaceres diarios. Diestro para todos los menesteres, salta sin dificultad bancales y riscales, haciendo las delicias de cuantos lo poseen o simplemente lo ven.
Y en último lugar, pero no por ello menos importante, el podenco canario, que ha sabido acompañar a nuestros cazadores a lo largo y ancho de la geografía insular. Experto en todo lo concerniente a la caza, tanto de pelo como de pluma, se ha hecho indispensable para los deportes cinegéticos. Esbelto por alto y delgado, sagaz, rápido… ¡Puro instinto! Se ha granjeado el cariño y aprecio general entre los cazadores canarios.
Y finalizando nuestro artículo, cómo no recordar a Faycán, la magistral obra literaria de Víctor Doreste. En ella quedan perfectamente retratados los perros de bronce que por décadas han guardado la Plaza de Santa Ana, recinto veguetero de la capital grancanaria.
A manera de conclusión describiré una situación, real o ficticia, que alguien trasladó a viñeta. En una habitación vacía de objetos que pudieran distraer nuestra vista, frente a frente, un hombre y un perro. El can piensa: Te quiero tanto mi amo, que te entregaré toda mi vida, mientras tanto, el dueño cabila: Qué pena, que tu tiempo no sea el mío. Esta anécdota final da mucho que pensar. Ya sé que algunos de mis lectores dirán: Son perros nada más. Pero confío que sean mayoría los que piensen: Realmente vale la pena amar a unos seres tan especiales, que nos dan tanto sin pedir apenas nada.
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
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