(A la memoria imperecedera de don Domingo Pérez Moreno)
Era sábado por la tarde, el niño que frisaba los nueve años corrió escaleras abajo y entró en el comercio familiar. Lo primero que se le ocurrió fue mostrar su disposición a ayudar al empleado más antiguo de la casa. Pedro ¿Me dejas ayudarte a colocarlos? Los ojos se le abrían por el encanto de ver en una caja de cartón medio centenar de relojes de diferentes marcas, todos ellos de los llamados de pulsera y de los que había que dar cuerda si se quería que funcionaran. El infante veía en esos aparatos algo mágico y prodigioso.
Hacía tiempo que esperaba cumplir los diez años, pues según la costumbre familiar, rota en muy pocas ocasiones, era entonces cuando sus padres regalaban ese artilugio. En su mente infantil ya existía una imagen exacta del modelo y de la marca, tenía que ser un Cauny dorado con correa de supuesta piel de serpiente, pura imitación, pero que daba el pego.
Ante la generosa aprobación de Pedro, el niño empezó a colocarlos sobre una balda de cristal, formando con ellos una ristra de líneas paralelas y con todas ellas un rectángulo de un metro de largo por algo más de medio metro de ancho. Al terminar observó, no sin cierto orgullo, lo bien dispuestos que estaban y fue hacia su hermano mayor para decirle que se acercara a verlos. Éste les echó un vistazo sin más y ante la repetida pregunta de ¿Te gusta? Sólo contestó: ¡Está bien! El niño creyó que el juicio era interesado, desde luego no era justo, porque le había costado casi una hora en llevar a cabo la operación. No se disgustó, todo lo contrario, salió a la estrecha calle, que tenía el pomposo nombre de Tomás Morales y que todos conocían como el Callejón de don Paco El Viejo para acercarse a las inmediaciones de la Plaza de San Gregorio, epicentro del comercial Barrio de Los Llanos de Telde. Después de doblar la esquina del comercio del anciano don Antonio Espino, llegó a su objetivo, que no era otro que un gran puerta-ventana, cuyo hueco había sido cubierto por una gran luna de cristal. Tras él, don Francisco Pérez, relojero de vocación y profesión, se afanaba en su mesa de trabajo, llevando a cabo lo que parecía el arreglo de un reloj de pared.
Al joven, casi niño, le encantaba ver trabajar a su lejano pariente (era sobrino carnal de su bisabuelo Francisco Pérez Cabral) ¿Qué magia o destreza suma tenían las hábiles manos de don Paco para con pinzas y destornilladores colocar piezas diminutas en cada lugar? ¡Qué maravilla! Él que se sabía torpe en toda clase de manualidades, veía en el viejo relojero un ser muy especial dotado por la Naturaleza de habilidades dignas de todo elogio. Desde la calle pegaba su nariz al cristal y para evitar que éste hiciera de espejo de su cara, ponía sus manos a ambos lados de sus ojos y así pasaba un buen rato, hasta que el maestro relojero le invitaba a entrar haciéndole señales con una de sus manos.
En el interior de la tienda-relojería, sentada en una silla, se encontraba su esposa doña Tina Croissier, que se alegraba de verlo, pues con ese niño tenía muy buena empatía. La pregunta de rigor era: ¿Qué vienes buscando? Y él se quedaba mirando las pequeñas figurillas de barro cocido sobrepintado, que representaban con acierto a todos los personajes de los Nacimientos o Belenes. Así como a todos los animalillos, que según creencia popular por allí debían encontrarse cuando el Niño Dios vino al Mundo. Después de preguntar algunos precios, disimuladamente se acercaba a don Paco, que seguía ensimismado en su trabajo. Éste al verlo le decía: ¡Hola Pérez! Y lo invitaba a sentarse a su lado, en un butacón circular de altas patas para que participara en el arte de la relojería.
Ya tenía unos once años aproximadamente, tal vez unos meses menos, cuando en su callejón se estableció un relojero venido de Las Palmas de Gran Canaria: la Relojería Yanes, primero regentada por el padre y después por sus hijos, Luis y Antonio Torres. ¡Mira por donde otro observatorio para profundizar en la materia!
Poco a poco el niño fue ampliando sus conocimientos y también su radio de acción, no solo en Telde, sino en Las Palmas, visitando con su madre la joyería-relojería del alemán don Óscar, en plena Calle Mayor de Triana.
Llegados a este punto, debemos decir que nuestra ciudad, Telde, no fue prolija en relojes públicos, pues a la vista de la ciudadanía solo había uno: el que se encontraba en una de las torres de la actual Basílica de San Juan Bautista. Señala don Pedro Hernández Benítez la verdadera historia del reloj, que paso a transcribir por lo que tiene de curiosa: Bajo el epígrafe de Relojes de nuestra ciudad… dejó dicho:… desde tiempos muy remotos existieron en nuestra ciudad relojes de sol y de agua, datando del siglo XVIII los de péndulo conservando aun vestigios del de sol en el testero exterior de la Capilla Mayor, primitivamente utilizóse el reloj de sol fundado en la posición del Astro del día respecto de la tierra en cada instante; la variación de lugar de la sombra arrojada por una varilla interpuesta entre el sol y una superficie plana iba marcando las horas diversas del día señaladas sobre el referido plano, ya horizontal ya vertical, con números latinos o romanos. También utilizóse el reloj de agua cuya existencia consta en los testamentos de los siglos XVII y XVIII, al reseñar los testadores la cantidad de agua que poseían “del reloj de agua de la Heredad”; este reloj era utilizado desde tiempo inmemorial en el repartimiento de las aguas para el riego por la Heredad de la Vega Mayor de nuestra ciudad.
El funcionamiento de este reloj que estaba fundado en la regularidad del descenso de la superficie del referido liquido contenido en un recipiente que tenía un pequeño orificio por el que salía gota a gota, este reloj contenía dos recipientes, la cadenilla, un flotador y una esfera numerada; a medida que iba saliendo el agua de un recipiente gota o agota e iba cayendo en el otro hacía subir el flotador, mientas una manecilla accionada por la cadenita unida al flotador iba marcando en la esfera el tiempo que transcurría.
A finales del siglo XVIII llega a nuestra ciudad el primer reloj de péndulo, sobre el que consigna lo siguiente: El Señor Obispo Fray Joaquín de Herrera en visita realizada a esa en 1780: “En atención la hace en poder del Vble. Beneficiado don Ángel Manuel Zambrana un reloj que dejó a esta iglesia parroquial cuan cortado y que, aun hay mucho tiempo que esta en la casa del dicho don Ángel, no se ha procurado colocarlo en la Iglesia” aquí sigue el mandato de que el mayordomo de la parroquia lo recoja, coloque en la capilla del bautisterio, le haga un cajón y encarga al sacristán de su cuidado y de que no lo eche a perder y se le pague por ello y darle cuerda dos pesos cada año… en 1812 a consecuencia de la fiebre amarilla que hacia estragos en las palmas, trasladóse el Cabildo Catedral a esta ciudad permaneciendo aquí todo el verano y el otoño habíendosele cedido por los beneficiados nuestro templo parroquial para la celebración de los oficios divinos dos departamentos anexos para la contaduría… agradecido el Cabildo por las atenciones dispensadas… (acordó donar 500 duros para la adquisición de un reloj a los afectos de su colocación en 1815 en la torre que para tal fin diseño don José Luján Pérez, pero su definitiva construcción se concluyó en 1823) mucho después ha sido siempre la Heredad de la Vega Mayor quien ha corrido con los gastos de mantener en funcionamiento dicho artilugio.
El viejo reloj basilical fallaba continuamente y de vez en cuando enfermaba gravemente, lo que hacía de sus parones algo cotidiano. En el año 2005, cuando finalizaban las obras de restauración de las torres neogóticas se decidió hacerle una restauración en profundidad, adaptándolo a los nuevos tiempos. Así cambió la manualidad de su cuerda por un automatismo eléctrico que le daba mayor autonomía. La empresa constructora Rodríguez Luján se hizo cargo de buscar a los técnicos relojeros que debían llevar tal acción a buen fin, bajo la supervisión directa del arquitecto don Luis Mejías Claro. Quien optó por cambiar levemente su ubicación para hacer más factible la construcción de la escalera interior de acceso al mismo.
En este orden de cosas debemos consignar que el Barrio de Arriba sintió la necesidad de tener un reloj a la vista de todos y así a mitad del siglo XIX se le hizo saber al Obispo Codina para que diese la preceptiva aprobación con el fin de instalarlo en el ático frontal del templo neoclásico de San Gregorio Taumaturgo. Los vecinos: comerciantes, artesanos, pequeños industriales y exportadores agrícolas, estaban decididos a igualar, si no a mejorar el existente en la iglesia parroquial del Barrio de Abajo. Pero aún no sabemos el por qué no fueron capaces de hacerlo en ese momento. Hasta ahora esa vieja aspiración llanense no se ha visto cumplida, aunque en repetidas ocasiones a lo largo del pasado siglo XX se promovieron acciones encaminadas a tal fin.
Lo que nunca faltaron en el Barrio de Los Llanos fueron las campanadas que marcaban las horas gracias a los desvelos del Sacristán, Manolito Guerra. Todavía lo recuerdo, siempre apurado por acudir presto al toque de campana ¡Quita chiquillo, déjame pasar! Hasta que cogía la soga y tiraba de ella para dar la hora. Cuando alguien se metía con él, diciéndole que se había adelantado o atrasado, él muy ufano decía: ¡Imposible chiquillo, mi reloj está en hora por Radio Nacional de España!
A finales del siglo XX, cuando se proyectó y realizó el Barrio Urbano de San Juan en Telde, los arquitectos oficiantes diseñaron una estructura de tipo piramidal con escalera en su interior. Casi en la cúspide colocaron un reloj, que era visible a muchos metros de distancia. Hoy, veintitantos años después y debido al abandono y la desidia de nuestro ayuntamiento, tanto la torre como el reloj se encuentran en franco deterioro. El armazón de aquella y de éste, realizado a base de hormigón e hierro se nos muestra lleno de óxido. Desde aquí hacemos un llamamiento a su pronta rehabilitación.
Otros relojes también ingeniosos y prácticos serán de uso común en muchas de nuestras fincas y cercados. En un rincón de las casas o almacenes de las mismas siempre había un lugar para guardar un reloj, esta vez de arena. En la finca de don Miguel Medina Quintana, situada en la zona llamada del Campillo, recuerdo ver uno de una cuarta de alto. En una carcasa de madera dos peras de cristal interconectadas hacían pasar de una a otra la arena que marcaba concretamente una hora. Para mayor cuidado don Miguel había horadado en la pared una pequeña hornacina en cuyo fondo colocó una estampa de San Isidro Labrador y delante de ella, como ofrenda permanente, el susodicho reloj de arena.
En casa de mi abuela postiza Dolores Fleitas Hernández, como en tantos otros domicilios particulares, en algún pasillo o en la sala de recibir se podía oír el traqueteo rítmico de un reloj de los llamados de pared, que a veces se ponía sobre una cómoda o consola. En éste último caso, se debía tener muy en cuenta el nivel de la caja de madera que le daba cuerpo ya que al ser pendular cualquier desviación podría resultar fatal. Cada hora era marcada con números romanos y el paso de una a otra con el sonido de fuertes campanadas, que no eran tales pues salían del martilleo de un pequeño dispositivo que tenía en su interior. Cada día la misma hora había que darle cuerda y con la misma llave introducida en dos orificios distintos se lograba que cumpliera con sus objetivos principales, marcar exactamente la hora y pregonar la misma.
No nos hemos olvidado de los llamados relojes de bolsillo, que nuestros abuelos y bisabuelos poseían y que ahora nosotros no usamos, pero los tenemos a buen recaudo, elevándolo a dignidad de piezas de museo. Los había de plata, oro o cualquier otro metal. Con tapa con sin tapa. Pero todos ellos con leontina, pequeña cadena que servía para tenerlo bien atado al chaleco del terno (vestimenta compuesta por chaqueta, chaleco y pantalón).
Ya en tiempos más recientes el reloj cambió, admitiendo en sus tradicionales técnicas, revolucionarias mejoras. Ya nadie le da cuerda a su reloj, una pequeña pila o simplemente el movimiento de su muñeca es suficiente para alimentarlo. Todavía hoy los relojes siguen fascinándonos y no pocas veces quedamos boquiabiertos ante un escaparate donde éstos se muestran con toda suerte de marcas y modelos.
Muchos años más tarde, siendo asiduo visitante y veraneante del pueblo de Bujalaro, situado en medio del Valle del Henares, a los pies mismo de La Alcarria guadalajareña asistí a la inauguración de un reloj en el campanario de la Iglesia Parroquial de San Antón. Mi suegro Domingo Pérez Moreno, natural de dicho pueblo, cumplía uno de los tantos sueños-promesas que se hizo de pequeño para embellecer la localidad de sus ancestros. Pero, lo que son las cosas, a unos gustó y a otros no tanto, porque el reloj marcaba el paso de las veinticuatro horas del día y el sonido de sus campanas no cesaba en la noche. Pronto pidieron que enmudeciera a las doce de la noche y volviera a tocar a partir de las seis de la mañana.
Ahora, cuando nos acercamos al pueblo, faltando un kilómetro para llegar a él, podemos sentir sus campanadas que de forma rotunda señala como se va el tiempo.
El niño pasó a joven, de joven a adulto y si ahora me fío de algunos locutores del telediario ya soy anciano y aunque yo todavía no me lo creo, los relojes han ido marcando mi vida de forma inexorable. Decían los clásicos que el tiempo corría, fluía como el río que, aunque permanece como tal, sus aguas siempre son distintas. Así lo siento cuando miro el viejo reloj heredado de mi bisabuela Pilar. Él ha permanecido unos ciento cuarenta años en la familia como testigo del tiempo que ocuparan cuatro generaciones ¿Quién sabe a cuántas más puede acompañar con su Din-don?
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
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