(A la siempre grata memoria del Dr. D. Pedro Hernández Benítez, gran valedor de nuestro Patrimonio Cultural).
Todos los nacidos después de 1939 hemos tenido que escuchar, una y mil veces, las peripecias de nuestros padres en la Guerra Civil Española, acontecida a partir de 1936 y con una duración de tres largos y angustiosos años. Es cierto que los canarios al quedar en el Bando Nacional, según se le denominaba entonces, y también por nuestra lejanía de la Península, no sufrimos batallas terrestres a lo que le precedían los bombardeos indiscriminados. Las noticias llegaban a estas Islas a través de los partes de guerra emitidos en la tarde-noche de cada día. Las familias que poseían radios, que eran las que menos, se reunían en corro alrededor del aparato y escuchaban paralizados las noticias de los campos de batalla.
El General Queipo de Llano desde Sevilla, en donde en un principio estuvieron los estudios de Radio Nacional de España, con voz contundente inflamaba los corazones de sus adeptos y soltaba a bocajarro aquella frase tan famosa de La República es fruta más que madura, podrida, y pronto sin remedio caerá al suelo. Aquí las noticias del Bando Republicano apenas llegaban y las que cruzaban el Atlántico lo hacían con serias dificultades.
Los canarios que tenían edad de reclutamiento fueron llamados a filas y reemplazo a reemplazo, todos se vieron abocados a lo mismo. Mi padre fue uno de los que marcharon a la guerra y lo hizo con dos compañeros de ideología bien diferentes: Uno, Augusto Álamo de Santa María de Guía, procedía de una antigua familia de carlistas y el otro, Manuel Mayor Martín, procedía de las filas del Partido Republicano Federal de Franchy Roca. Los jóvenes y no tan jóvenes de Canarias no tuvieron opción de elegir bando.
A partir de mayo-junio del 39 comenzó la repatriación, si por tal se entiende el regreso de los supervivientes de la contienda a sus diferentes lugares de origen. Al llegar, todos tenían mil y una anécdotas que contar. Las había de todos los colores y según el carácter de cada uno así se relataban. Mi padre, extraordinario conversador se detenía en dar toda suerte de detalles, pero al ser de intendencia decía que nunca estuvo en el Frente. Aunque sí en alguna que otra escaramuza que no dejaba de evocar una y otra vez.
Estando en el campamento, unos días después de la toma de Zaragoza, se dio la orden general de limpiar todas las armas. Y he aquí que mi padre tuvo la mala suerte de que su revolver se disparara, introduciéndole en uno de sus párpados unas esquirlas en forma de metralla. Llevado inmediatamente al hospital de campaña, el cirujano de turno diagnosticó que no volvería a ver por ese ojo y que con toda seguridad el globo ocular tendría que ser extirpado, pues podría sufrir una fuerte infección. Una monja que lo atendía como enfermera, convenció al galeno que no se precipitara en tal operación y que dejara pasar unos días, hasta que se pudiera ver el alcance de las heridas. Lo cierto es que el ojo y sus zonas circundantes fueron mejorando de aspecto y aunque no recuperó nunca la visión, tampoco se secó.
¿Por qué escribo todo esto? Pues porque cada 13 de diciembre, mi padre se levantaba muy de madrugada, siempre lo hacía, pero ese día con más razón. No quería saltarse la promesa que hiciera allá en Zaragoza, cuando en su cama hospitalaria, le pidió a Santa Lucía que le conservara el ojo para evitarle el disgusto a su madre al verlo tuerto. Así, sobre las cuatro o cuatro y media de la mañana, partía cada año hacia Tirajana con aquellos que le quisieran acompañar (casi siempre mis tíos Blas y Mima y algunos de mis hermanos). El ritual siempre era el mismo, salir en ayunas por la antigua carretera del Sur, atravesar El Ingenio y Agüimes, desde allí ascender por Temisas hasta llegar a Santa Lucía de Tirajana. Había que administrar muy bien el tiempo, pues debía llegar unos minutos antes que comenzara la llamada Misa de la Luz o de los Peregrinos. El templo tirajanero se encontraba en penumbra, sólo unas velas junto al Altar Mayor y la consabida de El Santísimo daban señales de vida. El sacerdote partía de la sacristía hacia el presbiterio y allí revestido con ropajes ricamente bordados, celebraba la Palabra y la Eucaristía.
En el momento preciso del final de la Consagración de pronto todas las luces del templo se encendían y el repique de campanas anunciaban Gloria. Santa Lucía, la virgen mártir, que prefirió perder sus ojos naturales y ver con los ojos de la Fe, un año más anunciaba que en doce días nacía El Mesías.
Concluida la misa, las campanas revoloteaban y algún que otro volador subía por los aires. Al estallar con gran estruendo se producía la admiración desbordante de cuantos presentes había en la plaza parroquial. Mi padre, que había oído misa y comulgado con sumo fervor, se dirigía al vendedor o vendedores de la Lotería Nacional y compraba su número favorito, que año tras año había adquirido en ese mismo lugar. Lo de tener un número acotado venía como resultado de una supuesta adivinación, que en un momento determinado le hizo un moro. Éste le aseguró que dicho número lo haría millonario y mi padre por si acaso lo compraba todos los años.
Después de adquirir las ricas aceitunas tirajaneras, algunos que otros kilos de naranjas, turrones de gofio de La Moyera y el célebre mejuje o mejunje (un ron preparado a base de una ramita de hierba luisa, un trocito de canela en rama, la cáscara de un limón, un puñito de granos de café y unas buenas cucharadas de azúcar), se iba a desayunar, al tiempo que saludaba a amigos y conocidos, entre ellos al lugareño y canariólogo don Vicente Sánchez Araña, quien fuera alcalde del lugar y creador-dueño-director del Museo La Fortaleza y también del conocido restaurante Hao. Y terminado todos los rituales religiosos y paganos, cogía el coche y enfilaba carretera abajo para llegar a Los Llanos de San Gregorio una hora u hora y media más tarde.
Ahora bien, un día de Santa Lucía se me ocurrió preguntarle el por qué de ir hasta Tirajana, si en la Parroquia de San Gregorio Taumaturgo, a sólo cincuenta metros de casa, se veneraba una imagen de Santa Lucía. Es más, muchos teldenses de toda clase y condición asistían a una Misa de La Luz, que tenía lugar en la vetusta Iglesia Conventual de San Francisco de Asís, en la Zona Fundacional de nuestra ciudad. Según la tradición teldense, por ese día, dicho templo abría sus dos puertas: una que da al Sur y otra al Oeste. Lo que permitía llenar de luz una Iglesia que de común era bastante oscura. Allí desde tiempos atrás, concretamente desde 1851 se venía celebrando la festividad de Santa Lucía, en torno a una antigua imagen de candelero o vestir que la representaba. Los peregrinos entraban y salían por ambas puertas y mientras circulaban entre ellas, se paraban unos minutos frente al retablo de la santa, para pedirle buena vista.
Es la virgen y mártir Lucía, patrona de la buena vista y por tanto, protectora de todos aquellos, que por oficios dependen de ella (escribanos públicos, impresores, bordadoras, caladoras, costureras, modistas y sastres) Así como el común de los mortales, pues todos más o menos dependemos de nuestros ojos a la hora de desarrollar nuestra vida cotidiana. También se cree que extiende su protección a los invidentes y se contaban por docenas aquellos, que bien provistos de gafas oscuras o sin ellas, acudían a tocar y besar el manto de la Santa.
Un dato histórico que la mayor parte de los teldenses no conocen es que, junto a la Iglesia de San Juan Bautista, uno de los recintos sagrados más antiguos de nuestra ciudad, tal vez de muy finales del siglo XV o principios del XVI, era la Ermita de Santa Lucía, erigida por los conquistadores y primeros pobladores de Telde en la misma entrada de la ciudad, exactamente donde algo más tarde Inés de Chimida construyera, gracias a las dádivas de unos y otros, su Hospital e Iglesia de San Pedro Mártir de Verona.
Cuando antes dijimos que desde mitad del XIX se llevaban a cabo las celebraciones de La Luz en la Iglesia Conventual de San Francisco, dijimos bien, porque desde tiempos de la postconquista castellana la imagen de Santa Lucía tuvo altar propio en la Iglesia Hospitalaria de San Pedro Mártir de Verona y sólo cuando ésta se arruino, tras el desplome de sus techos, fue llevada como otras imágenes sagradas al recinto franciscano.
De ahí el título del presente artículo. Distando mucho de ofender a los tirajaneros, este Cronista, al que le encanta esos fervorosos lugares del Sur de nuestra Gran Canaria, sólo quería recordarle a los teldenses la veneración que en nuestra ciudad se siente por la popular Santa Lucía.
Una vez más, también, tenemos que lamentarnos de la pérdida de otra tradición. En los últimos años, la imagen de la Santa viaja expedita hasta la Basílica Menor de San Juan Bautista, en donde se le ofrecen todo tipo de honores. Aunque la tradición siempre había sido que éstos y otros muchos se hicieran en la Iglesia Conventual de San Francisco de Asís.
Nos preguntamos ¿Por qué esa manía, últimamente tan arraigada entre nosotros, de cambiar la Historia? ¿De verdad cuesta tanto celebrar la misa y el resto de los actos del día de Santa Lucía, en el templo de Santa María de la Antigua? Nos parece, sinceramente que, si ponemos en una balanza la tradición y en el otro lado la comodidad, debería pesar más la primera que la segunda. Sobre todo, porque el templo franciscano lleva soportando un secular abandono e inactividad desde hace varios años.
Animo a los actuales rectores de la Parroquia de San Juan a reiniciar en San Francisco los actos religiosos del día de Santa Lucía, para regocijo de todos aquellos que amamos y respetamos las tradiciones, sean las que sean, heredadas de nuestros antepasados.
Esa fue una de las enseñanzas que nos dejara el docto Cura Párroco y Cronista Oficial de la Ciudad don Pedro Hernández Benítez, al que dedicamos humildemente el presente artículo.
Y recuerden… ¡Por Santa Lucía Bendita menguan las noches y crecen los días!
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

























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