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Viernes, 26 de Septiembre de 2025

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El cronista oficial de Telde junto a un cartel de Villacorza, junto a una foto de joven de Sofía Cots Gómez/TA. El cronista oficial de Telde junto a un cartel de Villacorza, junto a una foto de joven de Sofía Cots Gómez/TA.

Tras la huella de una dama: Sofía Cots Gómez

direojed Miércoles, 20 de Octubre de 2021 Tiempo de lectura:

(Con sincera amistad para María Luisa, Joaquín y Carmen Sofía Sánchez Cots).

El tiempo pasa inexorablemente. Situaciones vividas se acumulan en nuestra mente formando una urdimbre de recuerdos y éstos, a veces, cargados de añoranza se unen a nuestro ser formando parte inseparable de nosotros mismos.

 

Hace ahora unos treinta y siete años, visitando algunos pueblos de la provincia de Guadalajara, en un alto de la Meseta Castellana de las llamadas Tierras de Sigüenza, en los límites de la provincia alcarreña con las tierras sorianas, llegamos mi hijo Luis, mi mujer y yo a un pequeño pueblo de peculiar nombre: Villacorza.

 

Media hora antes habíamos abandonado la episcopal ciudad de Sigüenza nacida entre su catedral y su castillo. ¡La bien plantada! Señorío de la Casa de los Mendoza, familia que entre condados, marquesados y ducados se hicieron fuertes en la Corte de los Reyes Castellanos.

 

Dejando atrás la estación del tren, que lo mismo baja a Madrid que sube a Zaragoza y Barcelona, por estrecha carretera de asfalto inseguro cual sierpe retorcida, ascendemos hasta una llanura inmensurable, que según parece concluye en los términos de Imon y Paredes de Sigüenza. Antes de llegar a nuestro destino, hemos realizado dos visitas una a Palazuelos, población circundada por bellas murallas cuán Ávila en pequeñito; y otra a y Pozancos, que, entre otras virtudes a destacar, posee un palacio de aspecto tan noble como las gentes que en el pasado lo habitaron.

 

Pero volvamos a Villacorza. ¿Qué nos llevó a visitarla? Pues, una conversación mantenida en Valsequillo de Gran Canaria. Allí, la madre de una buena amiga, al saber de nuestras estancias veraniegas entre el Valle del Henares y la Alcarria, nos comentó un episodio de su vida infantil. Éste comenzó muy lejos de la España meseteña y castellana. Doña Sofía Cots Gómez, que así se llamaba nuestra interlocutora, había nacido en tierras valencianas el 20 de octubre de 1919, fruto del matrimonio de don Gregorio Cots Pérez y doña Sofía Gómez Ochando que, pasado el tiempo, tendrán otra hija, Carmen. Era el señor Cots maestro de profesión y vocación. Siendo muy joven obtuvo por oposición plaza en el Cuerpo de Maestros del Estado y como este funcionariado tenían ámbito nacional fue enviado a nuestra Villacorza. ¡Imagínense ustedes!, Don Gregorio era natural de Sueca y doña Sofía de Requena, ambas poblaciones de la mediterránea provincia de Valencia. Y de pronto se ven obligados a migrar a Castilla, a esa Castilla profunda, en donde se alcanzaban temperaturas extremas tanto en invierno, menos 20º como en verano hasta 38º. A un pueblo que nunca superó el centenar y medio de habitantes y cuyo término municipal de no holgadas dimensiones, hacía de la búsqueda incesante de sustento la principal ocupación.

 

Llegó el matrimonio Cots-Gómez y su pequeña hija Sofía, ésta contaba con sólo siete meses, a Villacorza en la primavera de 1920. Allí, pronto, entraron en contacto con los vecinos del lugar que veían en el joven matrimonio y en su pequeña hija motivo de contento. El señor maestro era hombre de buena planta. Vestía de terno con reloj de bolsillo y leontina de plata. Esta cadena ostentosamente se movía a cada paso sobre su chaleco, desde uno de sus ojales al pequeño bolsillo lateral. Su esposa, doña Sofía, era persona de agradable aspecto y no menos de carácter. Quienes la conocieron la recuerdan como una mujer hacendosa, limpia cuanto más, y llena de virtudes humanas y cristianas. Todo ésto que ahora cuento me lo hizo saber su hija en nuestra larga conversación valsequillense. Por lo que no es extraño que nos picara el interés en ir a conocer dicho lugar.

 

Llegamos un día tórrido del estío y nada más entrar al pueblo nos dirigimos a un grupo de paisanos, que allí buscaban la fresca a la sombra de una de las edificaciones hechas con vetustas piedras. Me dirigí al que sospechaba más anciano de todos, del que nunca supe la edad exacta, pero que por su aspecto este cronista juraría sobrepasaba con creces los ochenta años. Le pregunté por un maestro que se apellidaba Cots, que había venido de Valencia en el año 20. Y el anciano señor me contestó rápidamente que cómo olvidar a quien había sido su maestro, don Gregorio. Y formándose un corro a nuestro alrededor, pronto nos vimos acompañados por media docena de mujeres y hombres, que mostrando gran familiaridad nos llevaron cuesta arriba hasta un edificio que se levantaba en una calle cercana, justo después de pasar el Horno Comunitario. El más viejo de nuestros anfitriones se plantó ante una puerta cargada de años con sus inviernos fríos y sus veranos calurosos, y con solemnidad nos dijo: Ésta es la casa del maestro y su escuela, aquí vivió, a menos que me falle la memoria, por tres años. Senté a mi hijo, que apenas tenía un año, junto a mí en la quicialera del viejo portón y mi mujer disparó la máquina fotográfica para inmortalizar ese emocionante instante. La charla cada vez se hacía más entrañable y aquellos desconocidos pronto se convirtieron, si no en amigos, sí en personas muy cercanas. ¡Cuánto tiempo trascurrido! ¡Qué recuerdos tan gratos, para ellos y para nosotros! He de confesarles que con mucho disimulo y no poca pericia, aflojé un trozo de piedra de nuestro improvisado asiento, guardándomelo en el bolsillo. Ya de vuelta a Gran Canaria y un día que visitábamos a doña Sofía, le entregue ese trozo de su vida pasada, entre la emoción de un momento irrepetible.

 

Ellos nos contaban mil y una anécdota de don Gregorio, su carácter, su forma de enseñar, sus hábitos vitales. Reconociendo que les influyó más de lo que ellos en un principio pensaron. Y yo les contaba cómo la niña que había llegado a Villacorza con solo siete meses, se había hecho una mujer y a los dieciocho años había contraído matrimonio con un andaluz de Baza, Granada, don Joaquín Sánchez Muñóz, Secretario Judicial que ejerció en las localidades grancanarias de Valsequillo, Telde, Santa Lucía de Tirajana y El Ingenio. Y que nuestra Sofía, fruto de este matrimonio, había sido madre de tres vástagos: María Luisa, Joaquín y Carmen Sofía y ahora cuando su cabello se había tornado cano, distraía sus horas con un buen número de nietos que la adoraban, como lo hacíamos todos los que la conocíamos bien. Ellos, los villacorzanos, nos transmitieron la preocupación que sentían sus padres y madres al ver a la señora del maestro preparar el baño diario de su niña, fuera éste en primavera-verano o en otoño-invierno. Las gentes decían al pasar: ¡Esta señora va a enfermar a su hija con tanto baño! Quiera Dios que no vaya a coger una pulmonía y se la lleve el Señor. Afirmando: aquí nadie se baña completo y sólo nos lavamos por partes. El agua se ve poco en otoño y en el invierno menos y solo después de las cosechas y por fiestas se asea uno con más profundidad.

 

Nosotros a su vez, queriendo pagar tanta amabilidad y cercanía, les contamos una anécdota que a su vez doña Sofía nos había transmitido. Su padre, don Gregorio, sorprendido por las condiciones de la escuela y de la casa del maestro, invirtió tiempo y astucia para mejorarlas y así en el único dormitorio de la casa, trató de aislar, térmicamente hablando, toda la estancia del gélido frío que se colaba entre las rendijas de los muros de piedra seca, levantados en gran parte sin argamasa. Para ello, hizo un espeso engrudo con un saco de harina que algún vecino le regaló y untando las hojas del periódico El Magisterio Español fue poniendo, capa sobre capa, empapelando, nunca mejor dicho, todos los paramentos. Así la temperatura se adecuaba en parte a lo que el señor maestro, su señora y sobre todo su pequeña hija necesitaban para dormir a buen resguardo cada noche. También les hablé de cómo don Gregorio era excelente cazador, cuestión ésta que fue refrendada por los más ancianos del lugar, que le solían ver con escopeta al hombro marchar en busca de perdices, cuando no de algún jabalí o corzo. Todavía se acordaban cómo doña Sofía se hizo traer, hasta Villacorza, un gran recipiente de barro cocido con tapa de corcho. Esa gran cacerola le servía a la valenciana para conservar en escabeche la mucha caza de aves que su marido le traía un día y otro también.

 

Hace sólo cuatro días que estuvimos, mi mujer y yo de nuevo en Villacorza. Ya habían muerto todos nuestros interlocutores y sólo quedaban un puñado de hombres y mujeres, hijos y sobrinos de aquellos. Igualmente amables, cercanos y entregados. Al hacerles la misma pregunta que les formulé a sus ancianos padres, no me supieron contestar porque el mayor de ellos había nacido en 1936, pero igualmente me llevaron a la vieja escuela y ¡Qué pena! Sólo quedaba el solar en donde se erigió la misma. A manera de disculpa, con sentimientos encontrados y mucha nostalgia nos dijeron que, en estos últimos años, entre nieve y lluvia, se había desmoronado y que su estado más que ruinoso aconsejaba reducirla a mero espacio diáfano. Supe, eso sí, que tras ella, en otro tiempo se encontraba el Ayuntamiento y que en una parte del mismo hubo un habitáculo de reducidas dimensiones, pero con hogar y chimenea que llamaban el cuarto de los pobres, pues éste estaba habilitado para prestárselo al menesteroso que pasaba por allí y no tenía dónde cobijarse. Eso dice mucho de la generosidad de los villacorzanos que, si fuera por mí, les daría el título de Muy Hospitalarios, pues esa virtud resume su casta de mujeres y hombres de bien.

 

Doña Sofía Cots Gómez vivió entre su Requena de nacimiento, Valsequillo y Telde su larga vida, ya que alcanzó los ochenta y seis años de edad, entregando su alma al Altísimo el 24 de abril de 2005. Aún hoy, la recuerdo: esbelta, digna, de tez y manos nacaradas y cabellos de hilos blancos y grises perfectamente peinados hacia atrás y sujetos en un clásico moño que realzaba su donaire de dama sin igual. Nos encantaba, hablar con doña Sofía. Su acento peculiar sin estridencias sabía diferenciar el sonido de la S, la C y la Z, como también el de la LL y la Y. Perfección en el habla que, con la mesura de un tono de voz suave y aterciopelado, hacía de sus monólogos algo digno de guardar en la memoria y en el corazón por igual.

 

Hoy, a mis sesenta y seis años bien cumplidos, quiero rendir este homenaje a la niña del señor maestro de Villacorza, aquella que encantó a los habitantes del lugar y que siguió cautivando a todos los que en su vida fuimos asistiendo a esas lecciones de saber estar, que daba a manos llenas.

 

Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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