Somos muchos los que pensamos que los recuerdos mejor guardados siempre vienen unidos a olores específicos. Rememorar los años de la más tierna infancia o la juventud más alocada, es revivir aromas tales como los del jabón y la colonia más utilizada, los efluvios domésticos de la cocina o del montón de ropa recién planchada, también los de la húmeda tierra tras los primeros rocíos o los del pan recién sacado del horno.
Martín Chirino, nuestro más universal escultor, se lamentaba amargamente de que la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, con el tiempo, había perdido una de sus fragancias más características: la del marisco. Entendiéndose éste en su acepción insular, es decir, todo lo concerniente al mar. Las playas del sur de Gran Canaria y de otros emporios turísticos mundiales han dejado de olernos al yodo marino para pasar a transmitirnos olores a mango, papaya, coco, aceites de la más variada índole, cuando no a zanahoria. Tal es el complejo mundo de los protectores solares.
Ayer tarde, en la playa de Las Salinetas, mientras releía el último capítulo de Historias de la niña mala de Vargas Llosa, de pronto sentí que mi mente volaba por el túnel del pasado hasta el hall de nuestra ya inexistente casa familiar de la calle Tomás Morales nº 3 de Los Llanos de Telde. De pronto, rasgando las veladuras de aquellas siempre eternas sábanas blancas tendidas al sol del mediodía en nuestra azotea, a través de los cristales de una de las ventanas del cierre, pude ver a mis padres y tíos tomando café.
El café en casa, como en la mayor parte de los hogares grancanarios, había escalado los peldaños que de simple rutina, lo habían convertido en rito casi ancestral.
Ricos y pobres tenían en común muy pocas cosas en vida, tal vez ninguna, a no ser porque unos y otros tenían sentimientos y necesidades parecidas. En la muerte todos íbamos a parar al mismo sitio: la Hoya de San Juan, para los de Telde y el Lomo de La Rocha para los de Los Llanos, con el agravante de que sobre aquel primer camposanto existía la leyenda urbana de que en él no se pudrían los muertos; efecto éste debido, según parecía, al exceso de nitrato de Chile y otros productos empleados en el rico platanal circundante. Los de la capital tenían más donde escoger: el Cementerio Católico de Vegueta, que tras su fachada neoclásica, atesoraba un buen número de tumbas, las cuales eran en sí eran obras de arte. También, pero algo más funcional, era el llamado Cementerio del Puerto en los Altos de Los Arenales, que llevaban a Las Escaleritas; además y si no quedaba otro remedio, siempre estaba el incipiente de San Lázaro, en el que algunas nuevas fortunas habían depositado sus mansiones post mortem. Allí se compartiría tierra con el prolijo Néstor Álamo, que había dejado escrito sobre piedra un último deseo: ¡Silencio!
Los ricos y los pobres, además del mismo cielo y la misma tierra, sí compartían algo más: el gusto por el café. Fuera éste simple achicoria, sucedáneo nacido del tueste y molido de alguna gramínea o el más genuino de los cafés de Colombia, Venezuela, Brasil, Turquía. El sutil aroma que esparce una cafetera, sea ésta exprés o no, es algo realmente indescriptible por embriagador. En casa se contaba que nuestra bisabuela, cubana de Santiago, provincia de Oriente, muchas veces sentía la necesidad imperiosa de llenarse de humo de tabaco y, como en Canarias por entonces, finales del siglo XIX, principios del XX, no estaba bien visto que las señoras fumaran, invitaba a los dos curas de la cercana parroquia de San Gregorio Taumaturgo a tomar café y, entre buchito y buchito, les incitaba una y otra vez a fumarse un gran habano. Terminada la tertulia, convertida en experiencia casi religiosa, después de despedir a los clérigos, volvía presurosa sobre sus propios pasos para encerrarse en la sala con el fin de poder gozar del humo contenido en el interior del recinto.
Yo, a mis 51 años, hipertenso, tengo terminantemente prohibido el café. Burla burlando, a veces hago de mi capa un sayo y vuelvo a probar el café, aunque sea descafeinado, pero no pocas veces he hecho una cafetera y la he dejado estar sólo por el gusto de oler su rico contenido. Los viejos decían que quien le había puesto el nombre supo bien lo que hacía, pues habían cogido la “C” de caliente, la “A” de amargo, la “F” de fuerte y la “E” de escaso. Tal es el secreto máximo del Café.
Según nos cuenta la historia, que es la mejor maestra de la vida, el uso humano de la destilación del café surgió, como tantas otras cosas, por el azar, allá por el siglo V a.C. Un buen día, en la región etíope de Kaffa, un pastor vio cómo, tras comer las bayas de un determinado arbusto, sus cabras se ponían eufóricas. Probó a masticar él también el grano del cafeto y comprobó la sensación de sentirse mucho más animado. Algunos pueblos africanos limítrofes comenzaron a mezclar el café con grasa animal y, después de hacerlo fermentar, lo tomaban como vino. En torno al año 900 d.C., en Yemen, sur de la Península Arábiga, ya se ingería tal manjar en las más variadas formas. En 1450 es bebida común en la región de Aden. Entre 1511 y 1524 se prohíbe su consumo en La Meca, por creerlo sucedáneo de las bebidas alcohólicas desechadas tácitamente por El Corán. Pero antes del año 1600 era costumbre arraigada en todo el mundo musulmán oriental.
La costumbre de tomar café, primero como afrodisíaco o medicina, al igual que el té y el chocolate, nos llegó a través de Venecia, sobre el año 1615. El París de los Borbones lo conocerá a partir de 1643. Luego, será utilizado en Londres, en 1651. Pero fue en 1669 cuando un embajador turco, en la corte francesa, lo hizo muy popular entre la aristocracia. Un armenio, de nombre Pascal, abrió el primer establecimiento público para el consumo del café, en el barrio parisino de Saint-Germain, en 1672.
A España fue traído por los cocineros italianos del rey Carlos III, que ya lo utilizaban en los palacios de Casertta y Capodimonte, durante el reinado de este mismo monarca en Nápoles.
El continente americano supo del café bastante tarde, pues tenemos que esperar al primer tercio del siglo XVIII para ver allí las primeras plantaciones, llevadas a cabo por colonos franceses en Las Antillas y, más tarde, en Las Guayanas. Brasil es hoy el mayor productor mundial de café, pero Colombia atesora una de las más ricas variedades del mismo. Hoy, recién inaugurado el siglo XXI, es planta común en todos los continentes, pues sólo necesita de altas temperaturas, sin fluctuaciones estacionales y mucha agua.
En torno al café o mejor dicho, gracias al tiempo necesario para tomarlo, se ha creado un espacio único en aldeas, pueblos y ciudades: los cafés. Palabra que se ha difundido de manera absoluta, aunque sus consumidores le llamen de las más diversas formas. Tal es el caso de los países anglosajones, que toman el coffee en los cafés.
Canarias, archipiélago dispar en cuanto a suelos y climas, ha sido muy prolija en el cultivo de muchas variedades de café, siendo los cultivados en la finca de La Magalona de Icod de los Vinos, los del Valle de Agaete y los de Telde los más elogiados por su notable textura y aroma. Recuerdo los sacos hinchados de grano de café, ceñidos con fuertes cordeles a las albardas de mulos, burros o caballos caminando, a pasito lento y algo cansino, por las veredas y caminos rurales que comunicaban a nuestra Vega Mayor con la ciudad.
Llegados a los domicilios urbanos de los agricultores, la chiquillería los recibía con gritos y jolgorios, como dejándose querer para que les permitieran descargar tan preciado producto. Y después, presurosos, llegar a las azoteas y, metiendo las manos entre las bayas rojiverdes, sentir la sensación de ser literalmente tragados por el fruto del cafeto; para algo más tarde, extenderlo sobre la superficie de colmados y terrazas, logrando así, tras vueltas y revueltas, el secado perfecto que permitía con posterioridad su
almacenamiento y consumo. Aunque para ello había que tostarlo, acción ésta bastante trabajosa, toda vez que había que revolver una y otra vez con santa paciencia, el grano contenido en el interior de una palangana o recipiente de latón o barro cocido, valiéndose de una escoba corta.
En las fechas en que s
e llevaba a cabo el tostado, mi barrio de Los Llanos olía de forma especial. Desde las azoteas más altas se divisaba, por aquí y por allá, numerosas hogueras, en cuyo centro se debatía el ser o no ser de un buen café. Los cafés, como lugares públicos para la ingesta de tal brebaje, pronto alcanzaron fama de ágora o lugar de reunión ciudadana. A veces, en las localidades más pequeñas, se confundían con los bares o bochinches, pero en las grandes ciudades, capitales de países, regiones o comarcas, prevaleció el uso específico de esos establecimientos como espacios del café.
En la villa de Valverde de El Hierro, Onésimo González nos entrega la prensa del día acompañada de un exquisito café, en su local conocido por El Periódico. En Icod de los Vinos, localidad del norte de la isla de Tenerife, hubo un célebre kiosco, en su plaza de San Marcos, que filtraba café gracias a la destreza de su dueño, Enrique; por lo que tal lugar pasó a llamarse El Café de Enrique. En La Laguna fue muy concurrido el Café-Bar Alemán, que unía a su excelente café, su no menos nombrada ensaladilla alemana (papas, cebolla y mayonesa). En Santa Cruz de Tenerife fueron famosos por sus tertulias, que reunían a la intelectualidad local, el Café La Peña y el elegante Café Atlántico, siempre lleno a rebosar de turistas, viajeros en ruta hacia las islas menores y agentes de aduana.
De Las Palmas de Gran Canaria destacaremos el más que popular Café Madrid, en los bajos del hotel del mismo nombre, y también el célebre Brasilia de la calle Bravo Murillo, entre los talleres-parada de Melián & Cía. y el Cabildo Insular. Mención especial, además, merecen el Café del Hotel Parque de trazas racionalistas, el del Hotel Santa Catalina, al que a su buen café se le suma el paraje eternamente idílico del Parque Doramas; contaremos también en esta particular nómina con el populoso café del Kiosco de San Telmo, además de los establecidos a lo largo de la calle Mayor de Triana, entre ellos el archi famoso Lincoln. En el sector de Santa Catalina, El Puerto y Las Canteras, los cafés se confundían con los bares, poseyendo así un ambiente muy particular.
De mis años mozos traigo a la memoria el café post-siesta de los socios asiduos a la terraza del Gabinete Literario de Las Palmas de Gran Canaria. Con prestancia y donaire estos señores mecían sus cuerpos a monorrítmicos vaivenes de mecedoras, a la vez que se llevaban a los labios dos delicias cargadas de delatadores aromas: el café y el habano.
Las tardes del Gabinete invitaban a las tertulias nacidas de la complicidad en el trato y la liberal tolerancia a las más dispares ideologías. El Casino capitalino, con sus trazas modernistas, era entonces y, lo sigue siendo hoy, el lugar ideal para el encuentro y la charla animada. Nada le es ajeno a este edificio, surgido tras el derribo desamortizador de un antiguo Convento de Monjas Clarisas, prototipo de edificaciones a caballo entre la ciudad vieja y la nueva. En él se ha dado cita lo más granado de la sociedad insular para debatir y decidir las acciones más radicalmente bienhechoras para Gran Canaria y Canarias toda.
Si su terraza exterior era el parlamento improvisado de la urbe más importante del Archipiélago, sus salones interiores, casi siempre reservados a las damas, adquirían cada tarde un aura de gineceo. Allí, las pequeñas tazas de café se entremezclaban con sus homónimas, algo más grandes de té; mientras se departía de todo y por todas. Horas de paz y sosiego entre hermosos lienzos evocadores de otros tantos paisajes y paisanajes, en dónde los aromáticos efluvios del fruto del cafeto hacían binomio perfecto con los nacidos de las tablas de las nobles maderas del parquet.
En la ciudad de Telde, segunda urbe de la isla y de la provincia de Las Palmas, se ha tomado y se toman muy buenos cafés, así al menos lo acreditan los clientes de los ya históricos café bares de Los Tres Hermanos, Herrera, Calderín, Casa Facio, El Cubano, Segundo, La Boheme, La Alameda, La Fraternidad y El Casino; pero el café por antonomasia era, y sigue siendo, El Café de Buenaventura, en donde se sigue tomando el pulso a la ciudad.
Al no ser motivo del presente artículo las fábricas tostadoras de café, no nos detendremos en las firmas comerciales del ramo, tales como la de don Pedro Ramos, Ortega, JSP, Sol, Carioca, Caracol, Tirma… y tantos otros, como el palmero Mencey.
En Italia, tres ciudades, al menos, se disputan la gloria de tener los mejores cafés del mundo: la universitaria Bolonia poseyó, hasta hace unos treinta años, el sobresaliente Il Brico d’Oro. La romántica Venecia se hace propaganda con el café más antiguo del mundo, Il Florian, parte inseparable del mejor salón de baile del mundo, la plaza de San Marcos. En la Florencia del Arno, en su plaza de la República, hay dos establecimientos de renombre, desde al menos finales del siglo XIX: Il Paszkowski y también Il Gilli.
Madrid tuvo una época que vertebró su vida cultural y política en torno a los cafés, lugares por antonomasia de tertulias para casi todo: hablar de literatura, cotillear hasta la saciedad, preparar golpes de estado, charlar de toros… Son famosos, aún hoy, El Café Ruiz, sito en la calle del mismo nombre; o El Café Gijón, en el Paseo de Recoletos, lugar entrañable para los escritores de la Generación del 98 y posteriores. Mi espacio preferido para el transcurrir de las tardes madrileñas. No debemos olvidar, en este listado de la villa y corte, El Bandido Doblemente Armado de la bohemia de Fuencarral y El Barbieri del castizo Lavapiés, local motivo de no pocas citas literarias. En Granada, a pesar de su trueque por heladería, sigue en pie El Café Suizo, como en Ibiza lo hace, a pesar de los años, el concurrido Café Montesol. En Galicia reparten gloria y café El Roma de Orense y El Derbi de Santiago de Compostela, este último lugar elegido por Casares y Torrente Ballester para sus tertulias literarias. En Barcelona fueron muy celebradas las reuniones mantenidas por escritores y artistas plásticos en Els Quatre Gats, a las que asistía, entre otros, Picasso. Así mismo, otro punto de reunión era el Café del Ateneo.
Otras ciudades con renombrados cafés son Berlín, Viena, Praga y Lovaina; esta última, fiel a la realidad sociocultural y lingüística de Bélgica, mantuvo hasta hace bien poco cafés para valones (belgas de habla francesa) y cafés para flamencos. En la era de la globalización y las multinacionales se ha perdido la individualización decorativa, tamizándolo todo de una homogeneidad que nos dice mucho del marketing y poco de la libre creatividad de nuestros diseñadores y comerciantes. El modernismo es, entre todos los estilos artísticos, el más recurrido cuando se trata de crear ambiente de café tradicional. En definitiva, es el triunfo de las franquicias.
Ayer, navegando por internet, me sorprendió la cantidad de foros que toman el café como motivo unificador de toda clase de chat.
Pero, al entrar en la página web de la Biblioteca Nacional, ésta me dio un total 658 títulos en donde la palabra café está presente. Aquí sólo reseñaré los diez primeros: Café Gijón, 100 años de historia. Nombres, vidas, amores y muertes, Tickets de café, versos, Raticida en el Café, Café des exilés, Sorbos de café, Café y copas con los famosos, Café Berlín, El Café de la Granota, El Café Gijón, El Café “El Águila” y otras historias.
Al concluir este ir y venir por el café, vuelvo al hogar familiar y, una vez más, se repite la misma escena de la madrugada, de la mañana, del mediodía, de la media tarde y de la noche. Llegada las 20.00 horas, cerrada su librería, en pasitos cortos y cuidadosos como si pisara uvas, se acerca mi tío Blas, aquel indiano sin fortuna, a degustar su último café del día. Tras el ritual ofrecimiento de “¿quién quiere café?” y un, no menos habitual, “sí” comunitario, se sirve el negro y aromático líquido en pequeñitas tazas de porcelana china. Sólo un buchito y, después, la animada charla, hasta que Manuel Guerra, el sacristán mayor de la parroquial de Los Llanos, dé su último toque por las ánimas del purgatorio. El día, que había empezado moliendo y destilando café, termina sus horas de igual manera, y así un año, y otro año… hasta que el tiempo, máximo enemigo de las cosas y de los hombres, se burla de nosotros, haciéndonos desaparecer; y nosotros, para vengarnos, lo dejamos escrito para que al menos otros con posterioridad lo puedan revivir.
Hemos sido muchos los que hemos cantado aquello de ¡Que caiga café en el campo! y otras tantas canciones que en el café han encontrado los más encantadores ritmos.
He vuelto a publicar este artículo, que ya vio la luz en TELDEACTUALIDAD y Tara digital en agosto de 2006, y también en mi libro: Telde para el recuerdo, en las páginas 466 a 470, dando respuesta sí al interés mostrado por muchos lectores.
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
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