Como si fuera un desahogo tras la victoria del pasado julio, Pedro Sánchez publica su segundo libro: ‘Tierra firme’ (Península). El texto, que se lee bien y está destinado a un público general, responde al patrón habitual de lo que estilan los políticos en las librerías: un repaso memorístico, algunas ideas que sobrevuelan y la proyección pendiente que tiene por delante en los próximos años. Eso sí, en este caso subyace lo inesperado de verse en La Moncloa tras unos comicios generales donde casi todos (aparato mediático mediante) daban por descontado que el PP y Vox entrarían en el poder. No ha sido así.
Por eso en ‘Tierra firma’ hay una parte importante dedicada a las e
ncuestas. Es como si Pedro Sánchez, sin nombrarlo expresamente, quisiera cobrárselas a Narciso Michavila y compañía. El 23J ha puesto al descubierto que los sondeos no pueden tomarse en serio, que sirven para lo que sirven. Si hay buena fe: apunta una tendencia. Si hay otro ánimo: están incrustados en la orquesta ideológica-ambiental que pretende un cambio político en las urnas. La sociología electoral no pasa por sus mejores momentos y está pagando el ser partícipe de la degradación del combate público de la política.
Recuerda Sánchez que se afilió al PSOE en 1993, justo cuando tampoco se pensaba que Felipe González volviese a reeditar su Gobierno. En verdad, estos tiempos poco tienen que ver con aquellos. No solo por lo que conlleva el trascurso normal de los años sino, especialmente, porque hoy a diferencia de entonces no estaba cuestionado el sistema político del 78.
Fue un acierto adelantar las elecciones generales tras lo sucedido en las locales y autonómicas. El PSOE solo mantuvo Castilla-La Mancha, Navarra y Asturias. Perdió (el poder institucional) en Baleares, Aragón, La Rioja, Extremadura y Canarias. Si Sánchez hubiese dejado el cronograma electoral tal como estaba, hubiera supuesto meses agrios de resistencia con las derechas crecidas en su contra. Reaccionó audazmente y le salió bien la jugada.
Las páginas reflejan a un político de corte socialdemócrata. Sin embargo, la socialdemocracia está en crisis desde que la Gran Recesión de 2008 pusiera en evidencia la ruptura del pacto entre capital y trabajo que emergió tras la Segunda Guerra Mundial. Aquel consenso keynesiano que, en última instancia, buscaba desalentar a la clase trabajadora para que no emulase la revolución que prometía el paraíso proletario de la Unión Soviética. Esta confusión sobrevenida para la socialdemocracia, aún no la ha resuelto.


























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