(Dedicado a los archiveros y, muy especialmente, a mi amiga y compañera acamfiana Pilar Bravo).
El niño subía presuroso las largas escaleras, que separaban el oscuro zaguán y el luminoso hall de la antigua casa familiar. Ésta la había mandado a construir su bisabuelo, en la década de los ochenta del siglo XIX. Pero su abuela la había reformado en su totalidad, en los primeros meses de la Postguerra Civil Española, concretamente entre mayo y diciembre de 1939.
El infante que como todos los de su edad, usaba todavía pantalones cortos, llegó hasta allí nervioso, las manos le
temblaban por la emoción de ser portador de un sobre. A pesar de su corta edad, no era la primera vez que los veía ya que cada veinte días, aproximadamente, llegaba uno con idéntico color y sello. Un día le preguntó a su madre quién era la señora del sello. Ella le contestó: Es la Reina Isabel II de Inglaterra, aunque cuando seas más grande comprobarás que Inglaterra es sólo una parte del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Añadiendo: También es Soberana de Nueva Zelanda, Australia, Canadá y así hasta una treintena de países más que forman La Commonwealth. Ese día y otros tantos más, el vástago pensaría lo bueno que era tener una progenitora que supiera tanto. Al preguntarle de dónde venía esos conocimientos, siempre recibió la misma respuesta: El secreto está en leer… para, seguidamente, añadir a manera de consejo: nunca pares de leer. Y para completar su enseñanza le escribió en su cuaderno de deberes domésticos la siguiente frase: Nulla Dies Sine Linea, que después interpretó con total libertad, señalándole que aquello quería decir más o menos Ningún día sin ninguna (alguna) línea, fuera ésta escrita o leída.
Volvamos a la carta recibida. Ésta, perfectamente doblada, se encontraba todavía, horas más tarde, en el interior del sobre. No podía ser de otra manera, pues el destinatario era el cabeza de familia. Así, se esperó a que éste subiera del comercio familiar, y… ¡Entonces sí! En los prolegómenos del almuerzo, se rasgó el sobre introduciendo por una de sus esquinas un abrecartas y se extrajo aquella del interior. La misiva la conformaban tres cuartillas bellísimamente escritas. La caligrafía, de sobra conocida, era de la hermana e hija que se encontraba estudiando en La Pérfida Albión. Las letras redondas, claras, totalmente horizontal, se unían unas a otras formando palabras y siempre que tocara, se alargaban con un rabillo algo más que evidente. El comienzo de la misiva, como las anteriores recibidas, siempre en inglés: Dear Family… y el resto todo en el mejor de los castellanos.
Así, en familia, tuvo el niño sus primeras experiencias epistolares. Otras fueron por igual leídas en el corro familiar. Procedían de Caracas y Maracaibo de la República de Venezuela; también las hubo de Tampa en La Florida; de La Habana y Artemisa, Cuba y también de Los Ángeles de La California. Y como no, de Madrid, Salamanca, Granada, Santander, Valencia, Barcelona. Y, algo más tarde, de Alicante, Cádiz, Santa Cruz de Tenerife y San Cristóbal de La Laguna. Pero las que más, de la Villa de Valverde, capital insular de El Hierro.
Los sobres que las contenían se abrían con sumo cuidado y después de leer el contenido de su interior, volvían a conservar los mensajes escritos, resguardándose lo uno y lo otro en una pequeña caja de cedro a imitación de otras cajas de mucho mayor tamaño, muy típicas de los hogares canarios. La matriarca veía en todo ello un tesoro y no pocas veces, cuando la epístola en cuestión trataba temas de secretos familiares, más o menos espinosos, entonces era depositada en una de las gavetas del llamado secretaire, bajo llave.
Al evocar estas cosas, se nos presenta un abismo, entre aquellos días y los actuales. Hoy nos llegan cartas de aseguradoras, bancos, compañías de seguros, grandes almacenes, propagandas varias. ¿Dónde están aquellas que sólo con pensar que las íbamos a recibir ponía en alerta todos los sentires del alma? Pues, la realidad es así de contundente ¡Jamás!
Hoy preferimos la llamada telefónica o peor todavía, el escueto WhatsApp, la mayor parte de las veces, plagado de faltas de ortografía y palabras inconclusas, cuando no el aparente, sólo aparente, serio correo electrónico. Las conversaciones aun siendo grabadas con o sin permiso, se perderán en la nube, a los whatsapp y a los correos electrónicos le pasará otro tanto. Como diría una célebre frutera teldense: ¡A ver quién es el guapo que ordeña a esa cabra loca…!
Echando la vista atrás y llegando a el otoño de 1979, nos vemos en la misma casa, un puñado de años después. Estábamos en el despacho de nuestro padre, cuando recibimos una llamada telefónica, al otro lado de la línea, una voz grave y contundente se anunciaba: Soy Alfonso Armas Ayala. ¿Quién eres? Al reconocer al cercano pariente de nuestra madre, la contestación fue rápida: Soy Antonio, el hijo pequeño de Luis y Consuelo. A lo que me espetó: ¡Hola pollo! Contigo quería hablar. Me han dicho que hace unos días que das clases en el Colegio de los Jesuitas… ¿No te había dicho que, cuando terminaras tus estudios universitarios, te presentaras en la Casa de Colón y preguntaras por mí? Pues, mañana sobre las dos de la tarde, te quiero ver aquí en mi despacho…. Nunca pude suponer que aquella autoridad académica e intelectual tenía pensado y hasta diseñado mi futuro laboral, que según supe al día siguiente, debía encaminarlo por la museología, a la vez que por la investigación histórica.
Al día siguiente, puntual, allí estaba. Después de un largo monólogo de algo más de media hora, protagonizado, como no, por quien sería a partir de ahora don Alfonso, éste me pidió que me hiciese cargo de ordenar (clasificar y catalogar) el rico Epistolario de don Fernando León y Castillo, que si bien en un 80% o más se encontraba depositado a buen resguardo en el Archivo Histórico Provincial de Las Palmas, a este voluminoso número de cartas se le habían sacado fotocopias y éstas, desordenadas y guardadas en cajas, habían sido llevadas a la Casa-Museo del I Marqués del Muni en Telde.
Debo reseñar aquí y ahora con toda rotundidad que el Cabildo de Gran Canaria recibió dicho epistolario de manos de doña Margarita Pastor de La Madriz, nuera de don Fernando y II Marquesa viuda del Muni, con la intención de que formara parte de los fondos museísticos de aquella institución leonística. Al carecer ésta de un lugar adecuado, léase armarios ignífugos, con muy buen criterio profesional, el profesor Armas Ayala ordenó su traslado a la institución archivística provincial, sin que, en ningún momento ni él ni el Gobierno Insular, hicieran donación alguna. De ahí que, hayamos reclamado y seguimos reclamando dicha propiedad cabildicia para que forme parte a perpetuidad de la Casa-Museo teldense. Lo contrario, no sólo significa una burla permanente a los deseos de doña Margarita, sino todo un despropósito, ya que nuestro centro museístico fue creado con el fin de preservar todo el legado de don Fernando, incluido claro está, su extenso y valiosísimo Epistolario.
Durante meses estuve yendo a la Casa-Museo León y Castillo en horario de tarde-noche, más concretamente de 18:00 a 21:30 horas. Cuando ya llevaba más de seis meses trabajando, sin contrato y, por lo tanto, sin remuneración alguna, ante mis reclamaciones orales, el jefe del Servicio me dio una solución y ésta no era otra que trabajase también los sábados de 09:00 a 14:00. Eso sí, el trabajo en cuestión consistiría en realizar unos Recorridos Arqueológicos- Históricos-Artísticos por la zona de Telde. Y así me tuvieron durante 12 años llevando a una media de 50-60 personas por toda Zona Fundacional de Telde, incluyendo los desplazamientos a Cuatro Puertas y Tufia. Esta actividad tuvo cierto éxito y atrajo a unos 27.600 visitantes. De esa manera se podía justificar el suplemento a una beca cabildicia, tan exigua que no daba para mayores.
A mí, me encantaba el trabajo que hacía devotamente sobre los miles de cartas que había recibido y enviado el I Marqués de Muni. Los personajes diversos, los podríamos clasificar como políticos en su mayor parte, aunque los había científicos, literatos, artistas plásticos, miembros de la Familia Real Española y así un largo etcétera. Por primera vez mis ojos descubrieron la letra y las firmas de Antonio Maura, Segismundo Moret, el Conde de Romanones, Práxedes Mateo Sagasta, Antonio Maceo (líder independentista cubano), Juan de la Cierva, Benito Pérez Galdós, S.M. La Reina Isabel II, La Infanta Isabel de Borbón, La Infanta Eulalia de Borbón, Almodóvar del Río, S.M. Reina Regente Doña María Cristina de Habsburgo y Lorena, Emilia Pardo Bazán… y tantos otros.
A lo largo de mi más que dilatada vida profesional, comenzada a los 23 años, he tenido oportunidad de trabajar o al menos ver-contemplar, otros tantos epistolarios. Recuerdo perfectamente cuando don Diego Cambreleng Mesa me mostró con sumo cuidado el de su pariente don Antonio López Botas, alcalde de Las Palmas de Gran canaria, director del Colegio de San Agustín y notable parlamentario en las Cortes Españolas. He trabajado sobre los epistolarios de otros prohombres de la política y la cultura de Canarias y España. Así, he tenido la suerte de hacerlo con cartas de Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Monseñor Antonio Pildáin Zapiáin, César Manrique, José Mesa y López, el Dr. Gregorio Chil y Naranjo, Juan León y Castillo, Ignacia de Lara Henríquez, Concha Espina, Jacinto Verdaguer, el Padre José Cueto Díez de la Maza, Joaquín Sorolla Bastida y, por supuesto, mis entrañables amigos, maestros y mentores los doctores Domingo Martínez de la Peña y González y Alfonso Armas Ayala.
En mi deambular por archivos privados y oficiales, contenedores de éstos y otros epistolarios, he leído cartas de todo tipo. Las había de amor, desamor, intereses económicos, cuestiones políticas, opiniones artísticas, múltiples recomendaciones laborales, interés científico, asuntos diplomáticos y alguna que otra que meras opiniones baladíes. La mayor parte de estas colecciones de cartas son el resultado final de unos concienzudos expurgos, bien por pudor moral-ético o por simple oportunismo histórico. No todas las cartas, escritas y recibidas por uno de estos personajes, llegaron a formar parte de sus bien atesorados epistolarios. Una buena parte de ellas fueron destruidas por la acción de las manos o del fuego, después de ser leídas. Algunas se guardaron en lo que se dio en llamar el secreto, por estar apartadas de la vista de cualquier intruso. De esto último tuve constancia en una de mis muchas visitas a la casa solariega de la Finca de Las Cruces, en San Antonio del Tabaibal, propiedad ésta perteneciente a los Señores Marqueses del Muni. Doña María del Pino León y Castillo y Manrique de Lara, IV Marquesa de tal título, me llevó a una especie de desván medio soterrado y allí de forma anárquica, entre libros, muebles y objetos antiguos me mostró varias cajas en las que, hasta ese momento se habían apartado de la vista, un buen número de cartas escritas entre los hermanos Fernando y Juan León y Castillo. Asuntos familiares y políticos se entremezclaban de tal forma y manera que poner orden en aquel potpurrí de misivas resultaba complicado. Lo dejamos para más adelante y, para mi pesar, esas fechas jamás llegaron. Allí se guardaba el secreto de la, si no enemistad, sí el motivo del distanciamiento de los dos Leones, que tanto ha dado que hablar a periodistas, escritores, historiadores y presumibles entendidos en el tema.
Dando un salto geográfico hasta Madrid, recuerdo como si fuese ahora, la sorpresa que me tenía preparada mi excelente amiga y notable archivera Pilar Bravo. Todos los miembros de la Junta de Gobierno de ACAMFE (Asociación de Casas-Museos y Fundaciones de Escritores de España y Portugal) nos reuníamos periódicamente en el Archivo Histórico Nacional. Un mes y otro, llegábamos de diferentes puntos de España para tratar todo lo concerniente a nuestra asociación. Esa vez fue diferente, Pilar me pidió que fuese una hora u hora y media antes, pues me quería mostrar algo de sumo interés. Al llegar me pasó a su despacho y sobre una mesa auxiliar vi varias hojas, que por su color y aparente textura debían ser de años pretéritos. La sorpresa fue mayúscula cuando me dijo: Te he llamado antes para enseñarte esta carta firmada por la Reina Isabel I de Castilla y también estas otras de los Reyes de España de la Casa de Austria. Asimismo, mira estos otros documentos que, aunque posteriores, son también interesantes. Aquellos que bien me conocen, saben que soy extremadamente fetichista a la hora de acercarme a espacios u objetos con Historia y, aunque mi buena amiga me rogó la utilización de guantes blancos de algodón para tocar los documentos en cuestión, ni decir tiene que al quitármelos, tras su manipulación, en un instante ya sin guantes deposité mi sacrílegos dedos sobre alguno de ellos, tocando con el índice y el pulgar aquel que tenía la firma y rúbrica de esa Reina de Reinas, doña Isabel, la hacedora de Las Españas de aquí y de allá.
Otra vez, tuve ocasión de visitar el archivo del Palacio Real de Oriente de Madrid. Don Alfonso Armas Ayala tenía la intención de llegar a un acuerdo con Patrimonio Nacional para intercambiarnos, vía microfilm (entonces no existía otro método) las cartas que de don Fernando había en aquel fondo y las que de La Reina y otros miembros de la Familia Real Española poseíamos en la Casa-Museo León y Castillo de Telde. Durante mis visitas, pues no fue ni un día ni dos, sino varios como los años que pasaron, tuve ocasión de ver y leer muchas cartas escritas de puño y letra por La Reina Regente doña María Cristina, madre del Rey Alfonso XIII, dirigidas al embajador de España en París y antes ministro de Gobernación y Ultramar, don Fernando León y Castillo. En ella Su Majestad mostraba su regio proceder no exento de aprecio y hasta de complicidad con aquel que le fue leal hasta el extremo, todos los días de su vida.
A pesar de todos los pesares, los epistolarios son parte esencial a la hora de querer reconstruir la biografía de una persona, sea ésta de cualquier ámbito social, cultural, político, etc. Con anterioridad hemos dicho que raro es el epistolario que no ha sido expurgado, es decir, limpiado de aquellas cartas comprometedoras. Pero, aun así y a pesar de que pudieran estar en pésimo estado de conservación, las cartas nos dicen mucho, tanto de aquel que las escribe como del que las recibe.
Mi suegro, Domingo Pérez Moreno, notable empresario en Gran Canaria, tuvo tres aficiones de la que dejó excelentes constancias: Escribir un diario de todo lo que cotidianamente le acontecía; fotografiar con prontitud y esmero las más diversas situaciones del ámbito familiar y profesional; así como escribir cartas de notable valor literario, fueran éstas simples misivas del ámbito particular como largos informes del mundo laboral. En todas ellas, con letra muy legible y pulcra, pone de manifiesto su conocimiento del castellano-español y sus buenas dotes de redactor. A día de hoy, pocos sabrán que antes de ser empresario en Úbeda, Jaén, además de ser empleado de una prestigiosa empresa constructora, obtuvo el carné de crítico taurino, lo que le permitía entrar de forma gratuita a las corridas de todos (estuvo presente en la aciaga tarde en la que murió gran Manolete) y así escribir bellísimas crónicas de la Fiesta Nacional para rotativos locales.
Las cartas de amor, a las que ya hemos hecho alusión en algún que otro artículo, fueron parte esencial de nuestra existencia y muchos guardamos con veneración las colecciones enviadas y recibidas, tanto si fueron escritas en cuartilla o en folios, en papel rayado o de inmaculado blanco. Pues, al fin y al cabo, lo que realmente tiene valor es lo que dicen.
Hoy, ya no se escribe apenas cartas, los whatsapp y los correos electrónicos invaden, nunca mejor dicho, cada instante de nuestras vidas. Y si los receptores son como yo, a diario borrarán lo uno y lo otro, no dejando nada para la posteridad. Acuciado por esas nuevas formas de comunicación tan volátiles, hace tiempo que inicié un intercambio de cartas con un grupo reducido de amigos, deseando así guardar testimonio de nuestras relaciones personales.

























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