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Jueves, 16 de Octubre de 2025

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Dibujo/Multimedia. Dibujo/Multimedia.

Rincón Literario: El lamento del pino (cuento)

direojed Lunes, 20 de Marzo de 2023 Tiempo de lectura:

Hace muchos años vivía en Artenara, añoso pueblecito del interior de la isla de Gran Canaria, un alto y fibroso leñador. Joven trabajador, por cuenta propia tras la muerte de su padre, que subía, todos los días, excepto los sábados, domingos y festivos, a los extensos bosques de pinos para realizar su tarea dentro de la frondosa masa arbórea.

 

Altos y robustos pinos endémicos los cuales crecían ensanchando sus esbeltas figuras, año tras año y milímetro a milímetro, macerando la sana intención, de alcanzar, estirando las puntas de sus ramas más altas, el mismísimo cielo. Frustración no lograda por los más jóvenes porque el leñador los cortaba, sin compasión alguna, tratando de aligerar el duro trabajo de tala y corte de ramas, desobedeciendo los consejos de los leñadores más experimentados en estas lides o tareas: Ya fueran compañeros de profesión o algún anciano de mente despejada. Trabajo finalizado cuando dejaba los escogidos restos de ciertas podas en los lugares acordados con algunos de los muchos carpinteros y artesanos de la isla a cambio de un suculento extra monetario para su familia. 

 

Un transparente día, al llegar a casa después de una durísima jornada de trabajo, su mujer se le acercó, despacito, rumiando cada ligero paso dado, acentuando la sutil sensualidad femenina, y suavizando una socarrona sonrisa, al mirarlo tiernamente a los ojos, le exhaló:

 

—Andrés. Tengo que darte una notici —quiso abrazar a su esposo, pero desistió al seguir las líneas maestras de su meditado plan.

 

El leñador, cansado como venía, valoró cuanta puesta en escena escenificara su esposa debatiendo el si evitar una charla vacua o agasajarla con la atención merecida por como lo trataba; pero entre este debate mudo, mental, se convenció, afinando la intuición, que sería algún cotilleo acerca de los vecinos del pueblo. Por eso le contestó con indiferente serenidad:

 

—¡Tú dirás, cariño! —Ajustó su cuerpo a la dura silla de madera de la cocina; para encajar, en la mirada perdida del cansancio, cuanto saliese por boca de su esposa.

 

—¡Pues la cosa es simple! Vamos a ser padres... Sí, amor, padres.

 

Andrés rompió el hermoso instante detonando una explosiva respuesta, exhalando alegría por todos los poros de su piel, dejando tras de él, al salir expulsado, la silla donde recibiera la noticia y sin pensarlo; pues no había nada que pensar, ni meditar, ni dudar, dejándose llevar, el matrimonio se fundió en un profundo abrazo, mecido entre caricias, besos, y de esta guisa estuvieron horas y horas hasta muy entrada la noche. 

 

Pasaron las semanas, los meses, no produciéndose en ellos nada de autentico interés en el embarazo: en lo cotidiano de sus vidas. Cuando de pronto el tan esperado acontecimiento, en este caso médico, se presentó de repente, en un día no previsto por el reputado ginecólogo de la familia: Don Antonio Pérez.

 

—¡Andrés! —Gritaba el primo de éste en el pinar, una y otra vez, martilleando la insistencia, tratando de localizarlo. Cuando de pronto le respondieron:

 

—Por aquí Marcos —orientó el leñador al escuchar la llamada—. ¿Qué coño pasa? —Lo agarró con fuerza por los hombros para parar su alocada marcha.

 

—Andrés —tragó saliva— corre, corre —recibió otra sacudida pespuntando la intención de calmarlo—. Primo corre al pueblo —aconsejó aún rezumando una leve agitación—, chacho date prisa, que tu mujer se ha puesto de parto —remató sin ocultar los signos físicos del cansancio por el esfuerzo realizado.

 

El alterado leñador soltó el hacha, salió corriendo en dirección a su casa, atando bien cada salto, esquiva, derrape, parada, y cuando llegó, ya todo había terminado; pues su mujer ya había parido un niño fuerte como el roble, flexible como el bambú, duro al fuego como el pino canario y de una excelente salud gracias a la experta parturienta conocida por el apodo de la “Magada”, aunque su nombre de pila verdadero era Matilde: La hija de Ñoño el cojo. Niño bautizado por el rito de la Santa Iglesia Católica y Romana con el nombre de Nicolás como un abuelo de su familia paterna.

 

Pasaron los años, esculpiendo el rectilíneo trazo de la velocidad una agradable brisa; más cuando el niño alcanzó la edad de siete años, sucedió un acontecimiento perturbador, en el día a día, en el mar de su tranquilidad: En la vida de este ejemplar matrimonio.

 

Nicolás, el pequeñín del leñador, como hacía siempre que acompañaba a su padre, se dedicaba a pasar el tiempo jugando mientras Andrés realizaba su tarea; pero el niño, absorto en su juego, se despistó y se internó en lo más profundo del pinar. Cuando su padre se dio cuenta de que no andaba por los alrededores se puso a buscarlo.

 

—¡Nicolás! —Requirió su rápida presencia o respuesta en primera instancia— ¡Nicolás! ¡Nicolás! —Se reafirmó en el reclamo, doblemente, atándose, sin quererlo, a una alocada espiral, ascendente, hasta llegar a la desesperación a medida que pasaban las horas y su querido hijo no aparecía en los lugares donde solía estar jugando o descansando.

 

Ya cerrada la noche, en el pueblo, se empezó a impacientar la mujer del leñador por la extraña tardanza de su marido e hijo; pues no era hábito, ni siquiera esporádico, en el inestable latir del: tictac, tictac, del tiempo, por eso ésta se repetía mentalmente: «Dios mío, Dios mío, devuélveme sanos a mis seres queridos»; pero El Altísimo no atendía su constante plegaria, rogativa, súplica, agitadas banderillas de petición de ayuda dejada de declamar entre el ir y venir de la puerta de su casa a la ventana del salón y de la ventana del salón a la otra ventana de la cocina. Círculo roto al decantarse la desesperación por la petición de ayuda a sus familiares cercanos, vecinos de entorno y fuerzas del orden público. 

 

Las autoridades competentes pusieron en marcha el protocolo para localizar a los desaparecidos, padre e hijo, formando cuadrillas, de búsqueda y localización, no solamente institucionales si no también ciudadanas. Comandadas las últimas por la cruz roja. No tardando mucho tiempo en encontrar al primer desaparecido, al padre del menor, el cual puso en conocimiento de las autoridades competentes lo sucedido, resaltando todo lujo de detalles y lugares donde buscara a su pequeño, y éstas resolvieron informar a todos los grupos de búsqueda para que también volvieran a recorrer los lugares visitados por Andrés. 

 

Al ser informada Aurora por un alto mando de la Guardia Civil, además de criminólogo, psicólogo experimentado en este tipo de sucesos, cincelando el exquisito trato, esta ejemplar madre y esposa se desmoronó, emocionalmente, entre convulsiones, gritos y llantos mientras que el esposo ajeno a lo expresado, desoyendo el consejo del psicólogo de la guardia civil, optó por acompañar en todo momento a la patrulla de monte en la búsqueda activa de su hijo y justo al mes de dar comienzo la búsqueda, el juez la dio por terminada basándose en los testimonios, pruebas e indicios indicadores de que el menor: Podría haber sido devorado por varios, de los muchos; perros asilvestrados asentados, como si fueran lobos, por distintos lugares del pinar donde desapareciera Nicolás sin dejar atrás la duda razonable de un rapto, por alguien cercano a la familia o paseante, esporádico, de los montes.

 

Madre y padre aceptaron la decisión de dos maneras opuestas: Mientras la primera, sin fuerzas para luchar, se dejó arropar por la ayuda psicológica, farmacológica, familiar y espiritual por parte del párroco de Artenara. El segundo no cejó en su empeño y continuó la ingrata búsqueda, en solitario, a pesar de los comentarios de sus vecinos, en voz baja, que le daban por loco. Desesperación, no curada, ni con el cansancio extremo, físico y mental, la cual lo apartó de un inesperado tropezón, un encapuchado día de verano, de las rutas de búsquedas habituales alternadas, recorridas, por Andrés día tras día, semana tras semana y mes tras mes, consiguiendo este tropiezo el orientarle a lo más profundo del pinar. A un paraje nunca pisado por habitante alguno de la isla en centurias. Solitario lugar donde se sentó debajo de un pino de grandes dimensiones para descansar y cuando estaba más absorto lamentándose de su mala suerte escuchó una voz, débil; pero claramente entendible, que le susurraba a los oidos:

 

—Córtame para que pueda vivir. Córtame para que pueda vivir. Córtame para que pueda vivir.

 

De un salto Andrés se puso de pie y girándose hacia el alto y grueso Pinus Canariensis comprobó que la voz provenía de su interior. Atónito y aterrado salió corriendo hacia su casa y cuando llegó le contó a su amada esposa lo acaecido en el pinar.

 

—Andrés, no le digas a nadie lo escuchado en aquel solitario lugar —aconsejó, acertadamente, Aurora; pero el leñador, presa de su ansiedad, se lo contó a varios conocidos.

 

Al llegar el final del día toda su familia conocía lo sucedido y, a espaldas de su esposa, decidieron recluir a Andrés en una “casa para locos” que se decía en otros tiempos; pero antes de que esto sucediese, el leñador, desoyendo los razonamientos de Aurora, cogió su hacha y se encaminó al lugar donde había escuchado la voz y una vez localizado el recóndito paraje se puso frente al alto y grueso pino y con voz potente preguntó:

 

—¿Dime qué quieres que haga contigo?

 

—Córtame para que pueda vivir. Córtame para que pueda vivir... —Suplicó y suplicó aquella vocecilla salida del interior del árbol.

 

Sin pensarlo dos veces empuñó su hacha, la levantó por arriba de su cabeza, por el lado de la oreja derecha y empezó a cortar la gruesa corteza de aquella altísima conífera endémica y una vez terminada su tarea empujó el pino en dirección contraria a su posición y éste, fiel a la inercia, se estampó, contra el suelo de pinocha, con tanta fuerza que la nube de polvo levantada en su caída cubrió todo el lugar.

 

Pasados unos segundos de incertidumbre, de razonable duda, de la espectacular caída, del interior de la nube salió Nicolás corriendo, con los brazos abiertos.

 

—Papá, papá, papá… —Gritaba, alegre, gozoso, a su progenitor según se acercaba a él.

 

—¿Pero? —El corazón, músculo independiente en los pulsos de su naturaleza, se le aceleró de ochenta a cien pulsaciones: En un visto y no visto—. ¡Estás vivo, hijo! Vivo, sí, vivo…

 

Corrió a su encuentro tan rápido como sus pies le permitieron y una vez abrazado a él comenzó a dar vueltas apretándole, con fuerza, contra su sudoroso pecho.

 

El niño, cuando llegó la calma, explicó a su padre que, cuando estaba lejos del lugar donde lo había dejado jugando, se presentó ante él el espíritu del pinar y con un fino engaño le llevó hasta allí. Convirtiéndole al instante en aquel inmenso pino, para que su progenitor comprendiera que la supervivencia del bosque estaba en la tala de los pinos más viejos y no en la de los más jóvenes porque de esa manera los pinares de la isla, pasado el tiempo, desaparecerían.

 

La charla finalizó al calor de más muestras de cariño y padre e hijo emprendieron el camino de regreso a su hogar envueltos en una fina nube de felicidad.

 

—¡Nicolás está vivo!  —Informaba Andrés, cada vez elevando más y más el tono de su voz, a su llegada al pueblo, espetando en la cara de los incrédulos, diestros y siniestros, que la esperanza mantenida en el tiempo, contra todos y todo, se convirtió en realidad justo a los cuatro meses de la inesperada desaparición de su hijo.

 

Sus vecinos y parientes, arremolinados, se miraban, unos a otros, gesticulando con las miradas la sorpresa, no comprendiendo cómo el niño estaba vivo después de tantos días de desaparecido en el bosque. Entonces Andrés les explicó que el espíritu del bosque le había castigado por talar árboles jóvenes y, delante de todos, dijo:

 

—Juro que nunca más volveré a cortar un pino joven el resto de mi vida. Lo juro por la luz que me ilumina en este instante.

 

—Comprenderás Aurora, que tu marido ha perdido el juicio del todo. ¿O vas a negarlo una vez más? —comentó, aireando un aura de santurrón tanteo pastoril, el cura del pueblo: Don Atilio.

 

—Si lo aparta de nuestro hijo, padre, se lo garantizo, será cuando realmente lo pierda —argumentó la mujer del leñador dando la espalda a la autoridad eclesiástica.

 

Ante aquellas palabras nadie se atrevió a llevar a cabo la reclusión y Andrés, pasado un tiempo, volvió a ser el mismo de antes. Un hombre alegre, sencillo y bueno que cumplió el juramento rubricado con la palabra dada, al rajatabla, hasta el final de sus días.

 

Y colorín colorado este cuento se ha terminado.

 

Pensamiento: ¿Los verdaderos locos gritan?

 

Medita.

 

Nota del autor: Cuento y frase inspiradas en el dibujo. 

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