Al final, ocurrió lo previsible: no se ha aprobado en tiempo y forma la ley electoral canaria. Ahora se pretende subsanar el error temporal (transcurrido el 6 de noviembre, los tres años establecidos como tope) con una tramitación rápida y sencillita de la norma. A estas alturas, que se sobrepase un par de semanas o meses la tarea pendiente es, en cierto modo, lo de menos. Es más, lo importante es que se utiliza el apuro sobrevenido como estratagema para cumplir la labor legislativa sin comprometerse. Por lo que se perpetra un autoengaño o, lo es que lo mismo, un engaño hacia la ciudadanía.
La razón es obvia: cuando el poder estatuyente estableció en la Disposición Transitoria Primera del nuevo Estatuto de Autonomía de Canarias de 2018 un plazo de tres años para aprobar la ley electoral lo hacía desde la convicción de que se iba (de camino) de un modelo a otro. Dicho de otra manera, si hubiera deseado mantener la arquitectura electoral vigente lo hubiera incorporado sin más en el articulado estatutario original y no hubiera impuesto este mecanismo de transitoriedad; repito, con expresa vocación y naturaleza transitoria. Que ahora la Cámara cumpla extrapolando más o menos la norma actual (y transitoria) es desobedecer al poder estatuyente. Dicho de otra manera, formalmente se consuma el cometido pero materialmente se desnaturaliza la misión legislativa.
Para esto nos hubiéramos quedado con el sistema electoral anterior. A efectos prácticos, una lista autonómica integrada por tan solo 9 candidatos es accesoria. Eso y nada viene a ser lo mismo. Y prueba de ello es que en la cita con las urnas en 2019 varios cabezas de cartel optaron por presentarse por una circunscripción insular porque temían no salir elegidos en la lista autonómica. Si se apuesta por ello (por una circunscripción autonómica, de verdad) es para que predomine sobre las insulares en aras de ese espíritu de regionalización de la política que algunos pretendieron.
De la misma forma que intuyo que el Alto Tribunal no hubiera dictado en la actualidad la STC 225/1998, sobre el sistema electoral canario en el anterior estatuto, dado el discurrir sociopolítico del Estado en las últimas décadas, y por tanto hubiera demandado un mayor cuidado de la proporcionalidad, tampoco casa al presente la argucia parlamentaria de aprobar apresuradamente y obviar la reforma de calado para cerrar la transitoriedad. En ese autoengaño parlamentario subyace, cómo no, el no reconocer el nivel de hartazgo ciudadano hacia la manera de hacer política por sus dirigentes y estructuras de poder. La sobreprofesionalización de la política, la opacidad interna de los partidos, la ausencia de oxigenación…
Son, en definitiva, claves que ciertamente el responsable público de turno puede convivir obviándolas por completo por un tiempo considerable, pero pasado ese intervalo histórico acaban por volvérseles en contra. Si la Gran Recesión de 2008 trajo consigo el desengaño de las clases medias y el 15M, la crisis económica y la pospandemia conllevará repercusiones de una magnitud similar o mayor. La irrupción del multipartidismo evidenció que el riesgo de que unas siglas sean sustituidas por otras es real. El sistema electoral, el canario o el que sea, opera como fórmula regeneradora y periódica de la calidad democrática o, por el contrario, tapón del deseo social que implica frustración ciudadana. El no encarar, en serio, la aprobación de una ley electoral canaria es lo segundo. Y, de paso, constituye un innegable desacato material a los designios marcados por el poder estatuyente.
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