Dice el refranero, y dice bien, que a la fuerza no es cariño. Y yo diría que ni amor, ni amistad, ni casi nada. Tampoco la solidaridad. Se supone que esta última se brinda de forma voluntaria o no se da. Ahora bien, mucho me temo que hay casos en los que toca imponerla a la fuerza, y no me refiero, claro está, a la fuerza física, sino a la de la imposición normativa o legal.
Como quiera que en España esa solidaridad bien entendida, la que se sale de uno, no tiene en cuenta los agobios que está pasando Canarias para atender a los cientos de menores migrantes que están llegando a las islas, va siendo hora de que esa solidaridad sea impuesta por el Estado.
Urge, de entrada, por los propios menores. El Gobierno canario ya reconoce que no tiene capacidad para seguir acogiéndolos, no al menos con las condiciones con las que pueda garantizarles un trato digno y adecuado, que es lo que exige la ley. Este argumento de por sí debería bastar, pero hay otro que tampoco es baladí. Y es que si bien es verdad que las comunidades autónomas tienen la competencia de hacerse cargo de los menores de edad, hayan nacido donde hayan nacido, no es menos cierto que esta necesidad que ahora tiene Canarias, con casi 3.000 críos a su cargo, viene derivada de un problema que excede de sus competencias porque tiene que ver con la gestión de la frontera.
Hay que exigir a los dos partidos en el gobierno, que tanto se llenan la boca con sus políticas sociales, y con ellos, a todo ese bloque diverso de partidos que les apoyan en el Congreso, que demuestren con hechos que en su apuesta por ese tipo de políticas del bienestar no discriminan por razón de la procedencia. El resto de comunidades españolas ha de compartir la responsabilidad de cuidar a esos menores.























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