Hace ya una veintena de años publiqué, en la Guía Histórico-Cultural de la Ciudad de Telde, un extenso artículo (Por largueza muy propio de quien ésto escribe), que vine a titular Los oficios que se perdieron en el tiempo.
Allí, aparecían sin orden ni concierto: Los molineros (Llegó a tener Telde, hasta doce molinos de agua, de viento, de sangre, de gasoil y eléctricos), todos ellos para hacer gofio o harina de trigo. Boyeros, que cuidaban bueyes, toros y vacas. Los medianeros (Trabajadores agrícolas que compartían la producción de los campos con el dueño de los mismos). Pastores, tanto de cabras como de ovejas. Camelleros, (Éstos cuidaban y utilizaban a los dromedarios para múltiples labores de transporte y no menos de las dedicadas a la agricultura). Rancheros y acequieros que guardaban nuestros estanques, cantoneras y acequias, así como la distribución y contabilidad de sus aguas. Aparceros (Pequeños agricultores sin tierras que trabajaban en las temporadas del tomate, que llamábamos zafra). Los latoneros, colchoneras (que lo mismo hacían colchones y almohadas, como las escardaban, (Es decir, extraían la lana o la crin). Después de lavarlos, los separaban dándole volumen antes y después de ponerlos al Sol. Para, seguidamente, volver a colocarlos en el interior de las fundas, dejando a uno y otra, bien mullidos), modistas, costureras, bordadoras, caladoras, sastres, carboneros, albarderos, vaineros, naiferos (Cuchilleros), recaderos, herreros… no faltando a nuestras calles el paso lento y las llamadas a viva voz de afiladores, lañadores (Oficio casi siempre combinado con el de los afiladores. Se trataba de poner lañas, especie de grapas de verguilla o alambre que unían con un pegamento especial los trozos de lozas y porcelanas rotas: Bandejas, cuencos, platos hondos y llanos, etc).
Siempre acompañados de sus burros, los vendedores de chochos (Altramuces) y chufas, panaderos ambulantes (Bien teldenses o de las cercanas villas de El Ingenio y Agüimes, expertos en los panes de puño aromatizados con semillas de matalahúva (También matalahúga, anís o anisete) Y lecheros, que o bien traían su líquida mercancía en grandes recipientes de metal, las famosas lecheras, o acarreaban tras sí media docenas de cabras o un par de vacas, queriendo demostrar la salud extrema de las fuentes naturales de su particular negocio.
Sólo en la temporada de los berros y los ñames, pasaban una y otra vez los vecinos del Valle de San Roque y también de los Arenales, éstos últimos más cercanos a las llamadas Aguas de Castillo que corrían presurosas por el frondoso Barranco de Los Cernícalos. Éstos, ofrecían los verdes y tiernos brotes de berros bien de berrazales o estanques, como aquellos que nacían en las orillas de las acequias naturales. También se acercaban a Telde los oriundos del Barranco de Guayadeque, curso de agua existente entre los municipios de El Ingenio y Agüimes. Éstos vendían berros y ñames, teniendo fama de que los primeros no picaban como otros, sino muy al contrario eran dulces. Además, había cómo no, hueveros y queseros, así como vendedoras de pescado, frescos y salados.
¿Quién no recuerda los atillos, que por sus patas dejaban colgando boca abajo a las pobres gallinas, bamboleándose sobre el lomo de un asno?
Los cesteros o mimbreros, los alfareros, deshollinadores, podadores de palmeras y de cuantos parrales y otros árboles frutales podían existir. Hacedores de timples, guitarras y bandurrias, criadores de pájaros o pajareros, jardineros (Casi siempre por cuenta ajena. Y sólo en un caso que se conozca, el del llamado Pepito, empleado por el M.I. Ayuntamiento de la Ciudad).
Los heladeros, dulceros y demás feriantes trajinando siempre con sus carros de un lugar a otro, playas del municipio incluidas, zapateros remendones encorvados sobre sus mesas de trabajo. En la plaza de Los Llanos de San Gregorio, la eterna presencia de los betuneros o limpiadores de zapatos de toda clase y condición, que al grito de ¿Limpia? Interpelaban a los numerosos viandantes que por allí pasaban. Cuando no, cazaban clientela en aquel espacio público, se trasladaban a las casas particulares de las familias más pudientes de la ciudad, ofreciendo por sólo un duro (Cinco pesetas), lustrar todos los zapatos existentes. Y así un larguísimo etcétera, en donde incluiríamos el repaso de las populares maletas de piel o cuero de vaca, tan utilizadas por nuestros escolares de entonces.
Uno de aquellos, llegando a uno de los domicilios, en alta voz decía: ¡Betunero, betunero… limpia, limpia! La señora de la casa lo recibía con agrado y, después de saludarlo, le decía: Antoñito, yo tengo cuatro hijos varones y para educarlos, mi marido y yo, hacemos que se limpien ellos mismos sus calzados. Y él, con un grado nada desdeñable de socarronería le espetaba: ¡Ay, señora, no me haga eso usted! ¡Déjelos mal educados, pero no me quite el pan de mis hijos! Ante tal respuesta, la dama en cuestión siempre sacaba media docena de zapatos, que aunque ya lucían limpios, le pedía al betunero en cuestión que se los repasara.
De todos estos oficios y muchos más, fuimos testigos. El Cronista que ésto escribe, se admiraba de la destreza de nuestros oficiales, pues en la soledad de su autonomía laboral, hacían todo lo posible por contribuir “decentemente” al mantenimiento de sus familias.
Capítulo aparte merecen las curanderas, santiguadoras, esteleros, barberos-sacamuelas, etc… Pero como niño que fui allá por los principios de la década de los sesenta, he de decir que me quedaba extasiado viendo la labor de los aguadores, que se acercaban al abrevadero, que había junto al Colegio Lábor, en la parte alta de la hoy llamada Avenida de la Constitución. Allí, entre otros, el célebre Chano, con un palo que atravesaba su chepa (Bastante curva, por cierto), colgaba en sus extremos sendos cacharros de latón, que iban salpicando agua a diestro y siniestro, mientras él caminaba presto a abastecer a algunos de sus numerosos clientes. Ahora que lo pienso, las cervicales y los hombros del pobre aguador soportaban una media de cincuenta litros y otras tantas veces un poco más, si a ello le aumentamos el palo, los ganchos de hierro y el latón de los recipientes.
También había mujeres aguadoras y éstas portaban el preciado líquido sobre sus cabezas en un solo recipiente metálico, tras previamente colocarse sobre su cabellera un churro o rollo espiral de trapo. De esta manera guardaban un casi imposible equilibrio para que no se le cayera lo transportado. Imagínense ustedes cómo debían estar esas columnas vertebrales al paso de los años. Estas féminas completaban sus escasos recursos económicos con el sacrificado oficio de lavanderas. Me explico: Antes de que saliese el Sol, y como si se tratase de una larga fila de hormigas, las lavanderas avanzaban lentamente cargando cestas de ropa sobre sus cabezas y también apoyadas en una de sus caderas. Todas tenían su sitio, que año tras año, a base de costumbre en su acudir cotidiano se lo hacían respetar. A lo largo de la Acequia Real, bien en el Barranco Real frente a San José de Las Longueras o junto al Molino del Conde, a la entrada de Los Llanos por El Roque, estas mujeres se metían en la corriente de agua, hasta cubrir sus rodillas y allí, con el torso volcado hacia adelante, restregaban sobre dura piedra o cemento, pieza a pieza todo lo que tenían que lavar, empleando para ello el jabón azul de Swanston, como popularmente se le decía o el posterior de la archi popular marca El Lagarto. El guarda jurado, atento a los movimientos de las lavanderas, vigilaba que no empleasen ni pastillas de añil, ni mucho menos lejía para blanquear sábanas, fundas, talegas y demás piezas blancas.
En El Barrio de Abajo, hoy San Juan, antes Telde, se lavaba la ropa en diferentes puntos: El más popular se encontraba junto al estanque del Conde en Narea. Otro, en la acequia que partía de la cantonera de La Placetilla. Y un tercero llegando a San Francisco, al final de la calle Real, hoy León y Castillo. Allí había un lavadero, que tenía la peculiaridad de que las mujeres no metían sus pies en el agua, sino que para más I.N.R.I., tenían que lavar de rodillas sobre las duras piedras de barranco, que hacían las veces de improvisados adoquines. Alongadas sobre el bordillo de la acequia, introducían y extraían del agua corriente las más variadas prendas de vestir.
Este sacrificado oficio, que como ya hemos dicho comenzaba con el despunte del Sol, seguía durante toda la etapa diurna hasta la puesta del Astro Rey. Según lavaban, tendían sobre majanos de piedra (Montones de piedras vivas o guijarros de barranco), disputándose unas a otras el espacio. Y después, casi a oscuras, volver con las cestas llenas de ropas secas sobre sus cabezas. Unas las llevaban a su casa, pues eran los atuendos y demás tejidos de uso familiar, pero la mayoría trabajaban para afuera. Es decir, eran contratadas para ejercer tal oficio por un precio módico, tan módico que rallaba la miseria inmisericorde. Estas últimas tenían que dar cuenta de la mercancía cuando llegaban a la casa de las señoras para las que trabajaban ¿Cómo? Pues asistiendo a la comprobación, lista en mano, de lo que se había llevado y ahora tenía que devolver. Si sobraba un trozo de jabón, por muy pequeño que fuera había que devolverlo, aunque siempre había quien en una medida generosidad se los dejaban llevar.
Ya en casa la ropa, había que plancharla y para ello existían las planchadoras, que durante horas con plancha de hierro, carbón y por último, eléctricas, dejaban las ropas en perfecto estado para, cuidadosamente, colocarlas en cajones, gavetas y baldas o estantes de roperos. Terminada la ordenación de las diferentes piezas, se cogía un pequeño recipiente de barro cocido agujereado en su parte superior al que previamente, se le había puesto una pastilla de sahumerio, prendiéndole fuego y moviéndolo de aquí para allá en el interior del mueble, impregnarlo todo con su oloroso humo. Aquí, en Telde, tan temeroso siempre de confundir esas prácticas con brujería, se advertía una y otra vez a los que lo veían, que nada más lejos de la realidad. El echar sahumerio dentro de arcones, cajas de cedro, roperos y demás espacios reservados a la ropa, no era sino por la creencia de que el olor del mismo evitaba la presencia, crianza y proliferación de xilófagos, o lo que es lo mismo, las trazas.
El último oficio, casi siempre unido al de las planchadoras, eran las zurcidoras o las que hacían composturas: un zurcido bien hecho rehabilitaba unos calcetines agujereados, una camisa, camisilla o camiseta desgajada, etc. Las había especializadas en el llamado Zurcido invisible, que con peritaje y destreza sacaban de los vueltos hebras de hilo con los que cosían y recosía el roto, sin que éste apenas se notara. Era éste, oficio de mujeres con gusto y excelente vista. Las compostureras entraban y sacaban las costuras cuando la cliente o el cliente, adelgazaba o engordaba. Bajaban y subían vueltos, colocaban puños y cuellos al revés, después de que éstos lucieran desgastados, con retales y a máquina, había toda suerte de talegas, paños de cocina, paños higiénicos, manteles y servilletas, baberos, alguna que otra cortina, enaguas, bragas y calzoncillos, así como casi toda la ropa infantil.
viudas y mujeres solteras, para no salir de casa y laborar fuera, evitando a las malas lenguas que siempre las hubo y las hay, se dedicaban a tejer traperas, colchas, aunque para ello necesitaban de telares. También las había expertas en las agujas largas para confeccionar rebecas, pullovers y algún que otro gorro o cachucha. Y era oficio común para todas las féminas, el llamado “El ganchillo”, invirtiendo horas y horas en hacer tapetes, galerías, colchas y manteles. La barbilla, que así también se le llamaba, llegó a tener en Telde gran importancia económica, pues una buena colcha llego a costar unos buenos duros, y no todo el mundo se lo podía permitir.
Estas y otras tantas situaciones, gracias a Dios, y también a las leyes laborales, han quedado, esperemos, definitivamente atrás. De ahí que a nosotros nos gusta afirmar, no sin cierta rotundidad: ¡Cada tiempo pasado siempre fue peor! Así por lo menos, se puede constatar estudiando la Historia de las Relaciones Laborales.
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
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