Barrio de San Francisco y en su calle de La Fuente, tres casas blancas al amparo del Árbol Bonito. Dos de los edificios en cuestión tienen la particularidad de haber sido construidos en estilo modernista: Uno se alza en dos plantas y el otro lo podríamos calificar de casa terrera, es decir, de una sola planta.
En este último, tras una alta puerta de noble madera con cerradura y pomo de bronce, limpios en demasía gracias a la utilización cotidiana de la celebrísima mangrina, se guarda el hogar de los De Armas-Fleitas. Pero antes, mucho antes, aquí vivieron las hermanas Ana Rosa y Marilola Fleitas Padrón con sus padres José (Pepe) Fleitas Hernández y María Salomé Padrón Espinosa.
El niño se encuentra entre los muebles del despacho del Doctor en Medicina don Severino de Armas Gourié, traídos hasta aquí por su hijo Laureano de Armas Verdugo, casado con la mayor de las hermanas antes aludidas. La mesa de rotundo estilo era en su totalidad de caoba, como la estantería-librería, el sillón principal y las sillas. El infante, que ya va dejando atrás su primera década de vida, observa con anhelo los diversos libros que se distribuyen en las amplias baldas: Una Historia de España de diez tomos, otra Historia, pero esta vez del Mundo en igual número. La siempre recurrente Enciclopedia Geográphica de otros tantos.
Aumentando la oferta de sapiencia general con Historia de Literatura Universal, y otras dos, la primera dedicada por entero a glosar Las Razas Humanas y la segunda la archiconocida Fauna de los cinco continentes, obra magna del naturalista Félix Rodríguez de la Fuente. Algo más arriba y encuadernadas en magníficas piezas de piel, las obras completas, al menos las más interesantes a juicio del editor, de los Premios Nobel de Literatura (entre todos ellos la estadounidense Pearl S. Buck que ambientó su trabajo en China); acompañados éstos de los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós y del mismo autor una veintena de novelas y obras de teatro.
También aparecía entremezclados, libros de diversos autores, entre los que se encontraban los de Blasco Ibáñez, Valle Inclán, Unamuno, Antonio Machado, José María Pemán, Joan Maragall, Carmen Laforet y Azorín. Gratísima experiencia tuve entonces al leer varias veces Las Espiritistas de Telde, magna obra del escritor palmero y teldense de adopción, Luis León Barreto. entre otros muchos. En un aparte, gruesos tomos encuadernados en rústica de los Anuarios de Estudios Atlánticos, así como las diferentes Actas de los Congresos Galdosianos, ambas colecciones regaladas por nuestro pariente el eximio intelectual y galdosiano Alfonso Armas Ayala. Sobre la mesa del despacho, a un lado, se habían colocado varios libros: Algunos de Geografía, otros de Historia y los que más de Historia del Arte. Una tonga de folios con apuntes de esas materias y muy cerca de todo lo anteriormente dicho, un libro de gratísima memoria: El Obispado de Telde (Misioneros y comerciantes aragoneses, mallorquines y catalanes en el Atlántico) celebrada obra del doctor don Antonio Rumeu de Armas, el académico que descubrió el nacimiento de nuestra ciudad allá por 1351, así como la existencia coetánea de su Obispado.
El párvulo, que se iniciaba como mozalbete, tomó este último libro entre sus manos y al abrirlo encontró una bellísima dedicatoria dirigida a Ana Rosa Fleitas Padrón como primera mujer concejal del M.I. Ayuntamiento de Telde. Y en la parte inferior la firma y rúbrica del siempre recordado párroco de nuestra Basílica Menor de San Juan Bautista e Iglesia Matriz, don Teodoro Rodríguez y Rodríguez.
Al ir pasando las hojas, poco comprendió de todo lo que allí se exponía, pero había algo que le atraía sobremanera y por ello no paró de leer, aunque palabras: Bula, Sumo Pontífice, Órdenes Religiosas, etc., no llegara a saber su verdadero significado.
Después de los Tebeos, Chistes y un buen número de Vidas Ejemplares de Santos y Santas, he de confesar que el Obispado de Telde fue mi primer libro de lecturas. Ahora cuando lo pienso, no sé el por qué me metí en tal fregado cuando sólo contaba unos diez u once años, pero todo alumno que se precie necesariamente debe tener un maestro. Dos personas ejercieron de tales en mis posteriores lecturas: Uno de ellos fue mi tío-abuelo político, el librero Blas Guedes Santos y la otra fue mi madre, Consuelo Padrón Espinosa.
Mi tío Blas, emigrante de menguada fortuna en Cuba, volvió gracias a la ayuda de padres y hermanos. Al poco tiempo de residir en su Telde natal, adquirió por traspaso el local, que en las cercanías de la Iglesia de San Gregorio Taumaturgo, había sido hasta 1936 la librería-imprenta-droguería-estudio fotográfico de su cuñado Francisco Izquierdo Pozuelo. Éste se había establecido en la calle Mayor de Triana, en la capital grancanaria. Queriendo ayudar a su pariente le cedió parte del negocio sin pedirle nada a cambio. Don Blas, como así era conocido por su bien atesorada clientela, sólo mantuvo la librería con venta de libros, papel, libretas, blocks, bolígrafos, lápices, plumas, tintas, gomas, tizas, pizarras. Y algunos complementos tales como: carteras de diferente tamaño, desde el clásico monedero hasta el portafolio más original. Las revistas y los tebeos o chistes eran, entre todos los objetos expuestos, los más vendidos. La chiquillería de todas las edades y condiciones, se acercaban a comprar y a veces a alquilar toda suerte de publicaciones juveniles (El Capitán Trueno, El Jabato, Lulú, etc.). También, jóvenes y no tan jóvenes adquirían por una peseta la famosa publicación Vidas Ejemplares editada en Buenos Aires. Estas vidas de Santos y Santas se mostraban a través de viñetas, lo que facilitaba la lectura, siendo ésta recomendada desde el confesionario.
Todos los de mi generación leímos infinidad de Cuentos, Tebeos, Chistes, Vidas Ejemplares, etc. La lectura era un entretenimiento habitual, pues el lector debe entender que era el único recurso a mano. Pues en los hogares, la radio estaba secuestrada por los mayores que se empecinaban en oír los partes o diarios hablados, así como las interminables novelas. Los niños y los jóvenes sólo podían escuchar las horas de música, si tenían la suerte de que no le cambiasen de cadena en el dial. La televisión, primero por inexistente y después porque no era accesible a todos los bolsillos, no era un bien que generalmente se pudiese disfrutar.
Mi tío Blas, siempre atento a los gustos de mi madre, le enviaba con asiduidad novelas históricas y biografías. Recuerdo como si fuese ahora que mi progenitora me decía: Antonio, vete a la librería de Blas que tiene algo para mí. Llegado al lugar, antes de cualquier otra cosa, lo saludaba con ¡La Bendición! Y mi tío, con sonrisa socarrona me decía: ¡Dios te bendiga de la cabeza a los pies, pasando por la barriga! Y cuidadosamente terminaba de forrar con un bonito papel de regalo el libro, que a través de mí, le hacía llegar a su querida sobrina política, Consuelo. Ella tenía la costumbre de leer siempre a las mismas horas (entre las 23.00 y las 01.00 horas) y lo hacía a diario. A través de los cristales opacos de la puerta que comunicaba su habitación con la nuestra, se veía una lucecilla algo tenue, que nosotros identificábamos con ese momento mágico.
Cuando nuestra madre finalizaba la lectura de algún libro, siempre nos hacía un comentario sobre el mismo y no pocas veces se lo pasaba a mi hermana Menchu o a cualquiera de nosotros, antes de devolverlo al tío Blas. Así me aficioné yo también, al género de los relatos históricos, fueran éstos en forma de novela o biográficos. Recuerdo como si fuese ahora, un libro titulado Nicolás y Alejandra (clara referencia a los últimos Romanov en el trono de Rusia), que aún conservo gracias a que mi tío el librero me lo regaló por Reyes. Creo no mentir si les digo que tenía unas mil páginas y que yo me zampé en solo una semana, tenía entonces quince años y trabajaba en la tienda familiar. Me pasaba todo el día soñando con la llegada de las 20.30, hora del cierre del establecimiento y, por tanto, tiempo propicio para dedicarlo a la lectura.
En ese momento no fui consciente de que se iniciaba en mí un interés inusitado por las biografías de las que hoy, haciendo un recuento muy por encima, creo haber leído más de trescientas. Desde autores como: Giorgio Vasari, Paul Preston, Jhon Halliday, Estefan Zweig, David Horowitz, Jorge Bonilla, Ana de Sagrera, Constancia de la Mora, Walter Isaac Son, Agatha Christie, Lucy Hughes Hallet, Emmanuel Carrere, Nancy Mirtford, Manuel Chávez Nogales, David Foenkinos, Sonia Purnell, Andrew Roberts, Woody Allen, Leny Riefenstahl, Donald Espoto, Benjamín Moser, Fernando León y Castillo, Gabriel García Márquez, Chanel Miller, Ana Frank, Robert Hardman, Tomás Mazón Serrano, Carlos Goñi, Emilio La Parra, Mábel Galaz, José Miguel Hernández Barral, Paloma Gómez Borrego, Isabel Burdiel… Y así otros tantos, me han servido para adentrarme en la vida y obra de diferentes personajes históricos, a los que por alguna razón, he sentido interés.
Sólo un año antes y por indicación del Hermano Emilio (Hermano de las Escuelas Cristianas de La Salle) me había leído Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Era entonces yo un chico bastante tímido y con pocas experiencias vitales, por lo que la lectura de dicha obra me lanzó al mundo real. Un poco después, otro profesor me recomendó Faycán, el bellísimo e ilustrativo texto nacido del talento narrativo de Víctor Doreste.
Estando en C.O.U. (Antiguo Curso de Orientación Universitaria) mi excelente profesor y amigo don Manuel Mayor Alonso dirigió con mando severo y acertado, mis lecturas: ¡Antoñito, este trimestre lo vamos a dedicar a leer al gran Delibes! Y así me puse ojos a la obra y surgió, título tras título, un mundo descriptivo sin igual (El camino, Los Santos Inocentes, El Hereje, Señora de Rojo sobre fondo gris, La sombra del ciprés es alargada, Las ratas, El Príncipe destronado, La hoja roja, Diario de un cazador, Mi idolatrado hijo Sisí, La mortaja, Viejas historias de Castilla La Vieja, Las guerras de nuestros antepasados, Diario de un jubilado y Diario de un emigrante).
Algo más tarde ¡Antoñito, no te escaparás sin leer a don Miguel de Unamuno!: (Niebla, San Manuel Bueno, Mártir, Abel Sánchez, El Cristo de Velázquez, La Agonía del Cristianismo, Vida de Don Quijote y Sancho, Paz en la Guerra. O ¡Este último mes de clases lo dedicaremos a una trilogía escrita por Gironella! El día que fui a recoger las notas tras la finalización de mis estudios pre-universitarios, me lo encontré saliendo de secretaría y me espetó: ¡Antoñito, no te vas a librar! ¡Este verano tienes que leer los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós! Yo bien sabía que sus deseos debían interpretarse como órdenes. Don Manuel veraneaba en la Playa de Las Salinetas, una casa más allá de la nuestra, junto al lugar que llamamos La Barranquera, por lo que, a buen seguro, podría vigilar mis movimientos. Cada vez que terminaba un Episodio cumplimentaba su magisterio con la visita de rigor para darle cuentas de lo leído.
Ya de universitario, las lecturas fueron más dispersas, pues se abrieron a campos hasta aquel momento inexplorados. La iconografía y la sociología del Arte formaron parte de mis lecturas más o menos intensivas.
Mi maestro, el Doctor don Domingo Martínez de la Peña y González, me insistió en que ahondara en temas filosóficos, pues según él, conocer a fondo a los filósofos de Grecia y Roma, así como a los del Renacimiento y la Ilustración, era algo más que deseable para adquirir un grado cultural óptimo. Entonces mis estudios me llevaron a devorar el Ars Hispaniae, el Summa Artis, ambas colecciones bibliográficas publicadas por Espasa-Calpe y la Historia del Arte de Salvat. Pero, el recurso mayor para cualquier estudiante de Arte que se preciara eran los dos volúmenes de la Historia del Arte del catedrático don Diego Angulo Íñiguez, que a pesar de tener todas las ilustraciones en blanco y negro, nos transmitía un sinfín de conocimientos, gracias sus las didácticas explicaciones. Arnold Hauser, autor de gran prestigio entre los sociólogos del Arte, acaparó un buen número de horas, no solamente de lecturas, sino de debate con algún que otro compañero y sobre todo con el profesor Martínez de la Peña.
Fue en La Laguna, en donde me aficioné sobremanera a la poesía. Era ésta un campo a través del que yo había caminado con anterioridad, leyendo a Antonio y Manuel Machado, Unamuno, Gerardo Diego, Jacint Verdagué, Joan Brosas, Miguel Hernández, García Lorca, José María Pemán, Blas de Otero, Cairasco de Figueroa y Antonio de Viana, acompañados todos ellos por los teldenses Hilda Zudán, Patricio Pérez Moreno, Fernando González, Braulio Guedes, Ricardo Placeres Amador, Luis Báez Mayor, Julián y Saulo Torón Navarro , Julio Pérez Tejera y cómo no, Montiano Placeres Torón. A todos ellos añadiríamos, a mi siempre admirada, Ignacia de Lara Henríquez. Por supuesto, hacía años que leía a Tomás Morales, Alonso Quesada, Domingo Rivero…Y para nivelar el asunto, también lo hice con varios poetas de la provincia hermana de Santa Cruz de Tenerife: el icodense Emeterio Gutiérrez Albelo, el gomero Pedro García Cabrera; Garcilaso Afonso, Rafael Arozarena, Natividad Barroso, Félix Casanova de Ayala, Feliz Duarte, Agustín Espinosa, Carlos Gaviño de Franchy. Especial predilección tuve por todo lo escrito por Manuel y Eugenio Padorno. Terminada mi formación académica y en mis primeros años de mi vida laboral, formando parte del claustro de profesores del colegio jesuítico, San Ignacio de Loyola de Las Palmas de Gran Canaria, di clases de Lengua y Literatura Española, entre otras asignaturas. Allí retomé mis lecturas de lo español, a lo largo y ancho de nuestro Imperio y del tiempo. Así, el Mester de Juglaría y el de clerecía, la novela picaresca y todo lo que venía después hasta la generación del 99, la del 27 y la de postguerra, fueron cayendo en mis manos de forma paulatina según pasaban los meses y los trimestres del tiempo en curso.
Con posterioridad a todo esto, he leído casi toda la obra de Paul Auster, también a Terenci Moix y a su hermana Ana María, Dostoieski, Tolstoi, Umberto Eco, Dickens, Byron, Víctor Hugo; de mi admirado Christian Jacques lo he leído todo o casi todo, pues sus novelas históricas sobre Egipto eran todas verdaderas lecciones de Arqueología, aderezadas con tramas de más alto nivel literario.
Otro autor muy recomendable por su capacidad de relatar el mundo pasado es el guadalajareño de Bujalaro, Antonio Pérez Henares, quien ha elevado la novela histórica española a niveles rara vez superados. No debo olvidarme de la maestría con que escribe Pérez Reverte y los bellísimos relatos de viajes de Javier Reverte, escritor al que tuve la suerte de conocer mientras paseaba por el Barrio de San Francisco y al que invité a degustar un potaje de lentejas en mi casa, que aceptó rápidamente. De mis amigos escritores, destaco a los naturalistas: El canario José Luis González Ruano y el gallego-canario José Espino Meilán, que con bellísima prosa de un lirismo sin igual, nos llevan por los más recónditos parajes de la geografía universal. Ahora estoy leyendo a Jesús Maeso de La Torre, en su obra En una tierra libre, de quien ya conocía La Cúpula del Mundo, premio Cajagranada de Novela Histórica del 2010. Y un poco antes, tuve la gran suerte de que sus autores Sandra Franchy Álvarez y Juan José Monzón Gil me regalaran El reloj de Elwinga obra bellamente editada, gracias al esfuerzo de autor, editor, diseñador e ilustradora. En ella una serie de relatos, a cual más bello y mejor escrito nos defiende una teoría de la que estoy totalmente de acuerdo: Esta novela nos viene a decir que no se tiene libertad para siempre. Hay que mimarla y defenderla todos los días.
A pesar de dejar en el tintero, calculo más de cinco mil títulos y otros tantos autores, sean estas palabras el colofón del presente artículo: Amar la lectura posibilita la libertad, al menos la intelectual, casi nada, todo un bien preciado para los tiempos que corren.
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.
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