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Abanico/Multimedia. Abanico/Multimedia.

Abanicos

direojed Miércoles, 07 de Septiembre de 2022 Tiempo de lectura:

(Siempre recordando a mi suegra Carmenza de Lara Vega).

Los castizos, años ha, sentenciaban con rotundidad que en la Villa y Corte se tenía que pasar irremediablemente por las cuatro estaciones del año. Es más, había quien decía que en la capital de España existían dos estaciones para sufrir y dos para gozar: Las de penurias eran el invierno y el verano. Las de disfrute extremo la primavera y el otoño. Siempre fueron aventajados estos compatriotas con respecto a los burgaleses, que manifestaban de su tierra natal, Burgos, que tenía sólo dos estaciones: la del invierno y la del tren.

 

En el centro de España, concretamente en Madrid, el devenir de los tiempos ha traído consigo cambios climáticos nada ventajosos. Así, de noviembre a abril, la estación más fría extiende su natural periodo de forma anárquica. El frío extremo no conlleva, ni lluvias ni nevadas continuas, aunque cuando éstas aparecen lo hacen de forma contumaz. De esta manera, en los últimos años hemos asistido a cuantiosas nevadas, como la famosa Filomena que hace dos años dejó incomunicada a la ciudad más populosa del país y a buena parte de aldeas, pueblos y ciudades de la Meseta Castellana. Por el contrario de mayo a octubre es el reino de la canícula, de tal forma y manera que se ha hecho realidad lo que ya se anunciaba en forma de escultura (El Ángel Caído), en El Retiro Madrileño. Allí, justamente allí, era creencia popular que se abrían las puertas del infierno. Los casi siete millones de madrileños y los varios millones de visitantes anuales, sufren las temperaturas propias de otros lares, alcanzándose con facilidad y superar con creces los treinta y cinco grados centígrados. Así las cosas, no ha de sorprendernos que fuentes y estanques públicos se conviertan en improvisados lugares para el baño, el solaz y recreo de cuantos por sus inmediaciones pasan.

 

Llegados a este punto, debemos hacernos la siguiente pregunta ¿Siempre tuvo Madrid esos veranos tan tórridos? Según los meteorólogos, el clima meseteño hace de éste y otros lugares de la Península Ibérica unos territorios muy peculiares. Protegidos de los vientos del Sur, Este y Norte por cadenas montañosas de notable importancia, hacen que las dos Castillas (incluimos en ella a la actual Comunidad Autónoma de Madrid) estén bajo el influjo permanente del clasificado clima continental. La disposición horizontal de las diferentes cadenas montañosas, alternándose éstas (a excepción de La Ibérica, Pirenaica y Costero-Catalana) con las cuencas de los principales ríos peninsulares (Con la salvedad notable del Ebro), sólo permiten la entrada de aire atlántico que se dispersa por profundos valles o extensas praderas. A la falta de éstos, la tierra se calienta en demasía.

 

Volvamos a Madrid. Ya Felipe II, haciendo caso de sus consejeros, muchos de ellos de notable cultura y experiencia, había decidido trasladar la Corte y todo lo que conlleva, a aquella pequeña Villa, fundada durante el dominio musulmán de nuestro país. Parece ser que la abundancia de aguas, no sólo del río Manzanares, sino de manantiales, fuentes y calzarizos, así como la nada desdeñable cantidad de caza, hizo que el magnánimo Rey quedara prendado del lugar. Si fue acertada o no la decisión, es algo que todavía hoy se discute. Parece ser que el joven Rey en una visita realizada a su padre el César, Carlos I/V, le preguntó sobre la conveniencia o no de establecer el gobierno en pleno centro neurálgico de la Iberia y este sabio gobernante, retirado al silencio del Monasterio de Yuste, le respondió: Si quieres ser el dueño de Europa pon la capital de tus reinos en Amberes; si sólo quieres ser Rey de Las Españas llévala a Madrid; mas si quieres ser el amo del Mundo erige capital en Lisboa. Pero como casi siempre sucede el hijo hizo caso omiso a los acertados consejos de su progenitor. Algún arrepentimiento sintió cuando su Católica Majestad llevó a cabo, en muy pocos años, la magna obra del Monasterio y Palacio de San Lorenzo de El Escorial. Tal vez, el clima de ese paraje lo hacía más grato en los veranos, cuando un airecillo refrescante recorría las galerías, salones y demás habitaciones de la magna estructura arquitectónica.

 

Ustedes dirán ¿Pero a qué viene toda esta retahíla si el título nos anunciaba que íbamos a hablar de los abanicos? Pues a ello vamos. Hace sólo unos días paseando por las calles del aristocrático distrito madrileño del Barrio de Salamanca, muy a mi pesar, pude comprobar lo asfixiante que pueden ser los veranos de Madrid. Al comentar ésto con un matrimonio amigo oriundo del lugar, me decían que efectivamente, nadie podría valorar en su justa medida la brisa refrescante del mar como lo hacían los madrileños, cuando tenían el privilegio de estar junto a él. Y mis interlocutores, él y ella, se afanaban en darse aire con sendos abanicos. El de ella más coqueto, una verdadera joya de artesanía mostraba en sus varillas de fina madera de palo santo y tela un ramillete de espliego, pintado a mano, todo un derroche de gamas verdes y violáceas. En cambio, el del varón, mucho más austero y de reducido tamaño, era de color grisáceo como mandan los cánones de la elegancia masculina. Yo los miraba, deseando que me invitaran a utilizarlos, pues en la cercanía me estaba beneficiando del rítmico movimiento que sus manos imponían al sencillo artilugio.

 

Algo más tarde, ya en casa, me asaltó la idea de escribir sobre ese compañero inseparable de damas y caballeros hispanos (desde la Península Ibérica a Filipinas, desde La California y El Colorado a la Tierra del Fuego y desde Las Canarias a La Guinea Ecuatorial). Y así recurrí a todos aquellos medios que me pudieran dar cumplida información sobre los mismos. Aunque algunos hablan de invento chino, otros se remontan a la antigua Persia, Mesopotamia y hasta el Egipto faraónico a la hora de buscar la civilización que le dio vida por primera vez. Sinceramente creo que es obvio que el abanicarse entre los humanos debe ser tan antiguo como la existencia del propio calor. Quien tenía una hoja de palmera, ñamera, platanera o cualquier otro vegetal de amplia y ligera formación, ya supo aventarse bien de forma individual o colectiva.

 

En España, el abanico tuvo gran acogida en el mundo árabe, durante los casi ocho siglos en que éstos permanecieron en la Península Ibérica. Sabemos que las damas castellanas hacían alarde de su destreza, abanico en mano, para admiración de las diferentes Cortes europeas. Tal vez, la popularidad del abanico llegó a su máximo esplendor de manos de los cortesanos de los cinco primeros Borbones (Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV). De ahí que Patrimonio Nacional, posea una de las colecciones de abanicos más representativas e importantes del Mundo.

 

A principios del siglo XVIII y durante ésta y la siguiente centuria, el abanico nos llegaba de las Islas Filipinas, al igual que los famosos y archiconocidos Mantones de Manila. Aunque, ni los unos ni los otros, fueran hechos en las islas orientales del Imperio Español. Los comerciantes de Manila sólo fueron meros intermediarios, ya que las manos que los confeccionaban eran de diferentes ciudades de la China Continental. El abanico recibió varios nombres, según la región o la clase social que lo utilizara: soplillo, ventalle, paipay, flabelo, perico, pericón, abano, abanillo y aventador. Todos estos nombres derivan en mayor o menos proporción del hecho de refrescar, ventilar, soplar o aventar.

 

En Canarias, por nuestro peculiar clima de primavera sin término, como se empecinan algunos en calificar, el abanico fue de uso muy común entre las clases medias, media-alta y motivo de distinción entre la pequeña y alta nobleza. Elemento enriquecedor como complemento de la vestimenta femenina, no había dama que se preciara que no poseyera varios. Se imponía como un elemento determinante de la posición social de su dueña. Así, los había de madera de caña. También de los llamados de palo, que respondían a todos aquellos que en su variedad se hacían con madera: caoba, palosanto, samanguila y ébano. Todos ellos muy apreciados por la delicadeza del color de sus varillas y por las telas, encajes y plumas dispuestas entre aquellas. Los más cotizados, sin duda alguna, poseían su estructura de cedro, que además de su delicada pigmentación, atraían con el aroma inconfundible que desprendían.

 

Otros menos comunes se hacían a base de marquetería, evitando así el uso de sedas y demás tejidos que los hacían tan vulnerables con el paso del tiempo. El culmen de la ostentación estaba en aquellos confeccionados a base de madreconchas incrustadas éstas en las varillas de fina madera previamente tintadas de negro. Ciertas conchas de moluscos marinos o el nácar de las tortugas bien pulidos, daban al abanico toda suerte de colores, unidos a una luz realmente sublime. Para finalizar daremos constancia de aquellos realizados en su totalidad o parcialmente en marfil, que sólo podían ser adquiridos por las clases económicamente más elevadas.

Hemos llamado Paipay, por lo menos en estas Islas de la Fortuna, a un abanico de un solo plano, que a manera de pequeña pantalla se nos presentaba realizados de la siguiente manera: Con una estructura oval, circular y en muy pocos casos cuadrada o todavía menos rectangular, se extiende un trozo de tela almidonada que pliega sus extremos sobre una estructura muy fina, realizada en duro cartón, fina vara de madera (casi siempre de juncos) o más recientemente de metal que por aquí llamamos verguilla. Para disponer de él en su parte inferior se le coloca un mango o extremidad alargada de unos diez o quince centímetros. La rigidez de todo ese instrumento es su mejor aval a la hora de abanicarse. El Paipay fue la manera de aventarse entre los niños/as y también entre los hombres de la casa.

 

Para concluir debemos reseñar que el abanico no sólo ha servido como mediatizador de la climatología, por el hecho de mover el aire y procurar cierto frescor. Hay quien al aire libre y bajo el tórrido sol del estío, lo utiliza de forma momentánea y a falta de sombrilla para que los rayos del Astro Rey, no incida de manera perniciosa en la cabeza y más concretamente en la cara. En los jardines, parques, plazas de toro o en conciertos y paseos al aire libre las doncellas y las damas de otro tiempo, alternaban el movimiento pertinaz del abanico con la estática posición de colocarlos sobre sus testas. Asimismo, es archiconocida por todos la fama que tienen nuestros abanicos a la hora de entablar comunicación las personas. Golpear con el abanico los senos de una mujer significaba cierta predisposición a libertinos momentos. Ante la señal inequívoca del varón, que con abanico entre sus manos lo movía de aquella manera, la mujer en cuestión respondería abriendo el suyo suavemente si aceptaba la petición o muy al contrario o lo cerraba enérgicamente si daba un no por toda respuesta. Prometo que en otra ocasión me extenderé más en el singular lenguaje de nuestros abanicos.

 

Por mi parte he de decir que soy un admirador de los artesanos y artistas del abanico. Creo que es todo un ARTE con mayúsculas, la confección de estos instrumentos tan esenciales para nuestra actividad cotidiana.

 

Tengo a gala regalar abanicos a cuantas personas aprecio pues su larga historia y su eficacia comprobada son dignas de todo elogio. Valga lo dicho hasta aquí para animar a mis sufridos lectores a hacerse con uno o varios ejemplares, que si en la primavera y en el verano cumplen función básica, en el otoño e invierno bien pueden pasar por elemento decorativo tras los cristales de alguna vitrina. Y si tienen la suerte de poseer alguno de sus antepasadas, créanme que son custodios de una forma de cultura que se remonta a milenios.

 

Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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