Hace solo unos meses, nos dio por escribir sobre la importancia de los olores a la hora de ser llamados a reconstruir escenas del pasado. Nuestros recuerdos no son sólo productos de la vista, sino también del olfato, del oído y como no del tacto. Así, hemos llegado a este mes de noviembre queriendo experimentar de nuevo una de las tantas situaciones vividas que no por repetidas, han dejado de agradarnos año tras año.
El mes de noviembre es para los teldenses el portador de muy gratas noticias, pues no en vano a principios del mismo se nos anuncia lo que va a acontecer diecisiete días después. Me explico, el M.I. Ayuntamiento de la ciudad de Telde, cada año a finales de octubre designa a quien va a ser el pregonero de las fiestas patronales de San Gregorio Taumaturgo. Y sea en la propia Plaza de la Parroquial, en el interior de la Iglesia o en la Asociación Cultural y de Recreo La Fraternidad, unos días más tarde tendrá lugar la lectura anunciadora de los festejos.
Por el día de Todos los Santos o por el de Difuntos, van apareciendo como hongos algunos tenderetes de pequeño tamaño, en donde una apañada o apañado vendedor o vendedora se ha provisto de un par de burras, que sostienen en precario equilibrio un tablón, también de madera. Sobre él ha extendido un mantel de hule para ahí depositar su mercancía. Uno de los puestos se va a especializar en frutos secos, que se podrán adquirir al detalle en cartuchitos de papel de todo tamaño. Aquí, las almendras con cáscara o sin ellas, pero previamente desposeídas de su fuerte caparazón; acompañan a las nueces, que también han sido liberadas de su natural cárcel.
Los manises, también llamados cacahuetes, se amontonan en el interior de un recipiente de cristal si han sido ya pelados y en un pequeño saco entreabierto, si todavía tienen envoltura. Junto a todo ello aparecerán las chufas secas o húmedas; los altramuces o como se dice por aquí popularmente los chochos. Además de toda suerte de pipas, sean éstas de girasol, de calabaza, etcétera. Todo está allí menos las castañas. Éstas reclaman para sí su máximo protagonismo como fruto del otoño-invierno. Y así, en otro tinglado aparte compuesto por la misma improvisada mesa, pero con un añadido, el tostador luce ufano, sabedor que la mayor parte de la clientela hará cola ante él. Ésta se llevará en ingenioso cucurucho de papel estraza o a falta de éste, en una buena hoja de periódico, las castañas asadas. Su vecino, el de los frutos secos o aquel otro que está algo más allá, lo mismo vende manzanas caramelizadas, piruletas de La Habana, almendras garapiñadas o manises lustrados. Todos miran al puesto de las castañas y a su vendedor o vendedora con verdadera envidia. No solo por duplicarles o triplicarles en número de cliente, sino porque ante el frío gélido que trae el racheado viento otoñal, sólo tienen que pegarse al bracero, en donde tuestan las castañas, para recibir una bocanada de calorcito hogareño.
Todos preguntan lo mismo ¿Fulanito, este año de dónde son las castañas? Y queriendo adivinar la procedencia, asimismo se contestan interrogándose ¿Son del Madroñal? ¿Son de los Altos de San Mateo o Tejeda? ¡Tal vez éstas sean de la Isla de La Palma, por lo gruesa y brillantes! El vendedor, que hasta ahora ha permanecido callado, va a hablar por primera vez, pero sin que una pequeña colilla de cigarro pegada por saliva a su labio inferior pierda el equilibrio y se caiga. ¡Que noooo, todos los años la misma cantinela!
¡Qué importará quien es el padre y la madre de la criatura si entran por los ojos y tienen un gusto riquísimo! El cliente insiste ¿Pero que más da, dígame de dónde vienen? Y el comerciante ambulante viendo que se le forma cola si no contesta rápidamente a la incisiva pregunta, dice ¡Estas castañas son gallegas, de Orense! ¿Acaso usted sabe dónde cae eso?¡Pues sí, porque mi hijo hizo el servicio militar en El Ferrol del Caudillo y cuando fuimos a su Jura de Bandera, llegamos a Galicia por el Puerto de Vigo y nos hicimos una tournée por todos esos sitios y todavía recuerdo que, cuando pasábamos por algunos ríos tenían en sus orillas unas pocetas o charcas humeantes, que según nos dijo el guía, se trataban de balnearios naturales! ¡Fíjese usted la naturaleza les da lluvia, humedad y frío a porrillos y le entrega agüita caliente para curar todos los males de hueso y articulaciones! ¡No me diga usted que no es acertada la mano de Dios! Si fuera por el cliente en cuestión seguiría hablando, enlazando una conversación con otra, pero el castañero hábil en eso del manejo del público, le encasquetó el cucurucho de a duro y lo mandó con viento fresco, nunca mejor dicho.
Hace ahora solo unos días, asistí a una ceremonia religiosa en la Parroquial de Los Llanos. Mientras esperábamos la hora de su inicio, en la plaza nos reunimos una veintena de amigos y conocidos. Charlábamos los unos con los otros y mirábamos el inicio de la estructura de madera que mantendrá, un año más, el artístico Nacimiento o Belén de Pepe Sánchez (q.e.p.d.). Otros le dieron por comentar lo triste que estaban los parterres desde que alguien se empecinó en quitarles sus coloridos geranios de siempre. Así se hizo un breve repaso al entorno para la mayoría realmente entrañable. Se echaron en falta el kiosco de las golosinas y el de los helados, a los betuneros, al vendedor de prensa, a los otrora cercanos coches de Melián y Compañía y así un largo etcétera.
Nada más salir del funeral, volví a poner en funcionamiento el teléfono móvil y entonces fue cuando me saltó el primer whatsapp de una larga lista. Éste escuetamente decía: Papá, trae castañas, por favor. Créanme que me dio un vuelco el corazón, no por el mensaje, que hubiese sido normal dada las fechas y el lugar en el que me encontraba, sino porque, un año más, pasadas ya las fiestas del Taumaturgo no había ni rastro de ninguno de los tenderetes típicos de esos días. Ahí estaba la iglesia, la plaza y al menos en escultura el rico exportador dando a lustrar sus zapatos por aquel humilde y hacendoso betunero, que son sólo se los limpiará, sino que de manera discreta le informará sobre todo lo que ha oído y que pudiera ser del interés del rico-hombre. Ni rastro del castañero y menos de las castañas. ¿Qué nos ha pasado para perder, una tras otra, las tradiciones? Son oficios humildes, pero honestos. Recurridos para solventar situaciones económicamente difíciles que fueron sobrepasadas gracias a esas simples bombas de castaño color.
Ahora que lo pienso, no era una sola persona el obrante del puesto de castañas, eran dos: madre e hijo. Uno, el varón, atendía con destreza el mostrador y la anciana sentada en un cajón de coñac Domecq, que hacía las veces de banco o banqueta, tomaba en sus gastadas y duras manos un puñado de castañas. Con cuchillo patatero bien afilado, les iba haciendo un corte que atravesaba sus duras cáscara y entraba en las blandas partes de los frutos. ¿Madre, ya tiene usted la siguiente hornada? Y ella contestaba: ¡Hace ya un buen rato! Y fijándose en un pequeño que se acercaba para oler la aromática mercancía, le decía a su hijo ¡Dale al chiquillo una castaña que está esperecido! ¿no te da pena? El castañero volcaba la palangana con las castañas ya cortadas en un caldero de latón o en un bernegal de barro cocido, en cuya parte inferior o culo, alguien le había hecho múltiples agujeros. Seguidamente, le lanzaba desde lo alto un puñito de sal y como si las quisiera revolver y así salvarlas de las crecidas llamas de vez en cuanto tomaba el recipiente por las asas y ¡zas! Ahí que mi buen hombre movía y removía el más que aromático contenido de la olla. Después lo dicho, cucurucho en la mano izquierda, castañas cogidas con la mano derecha del montón que había sobre la mesa. Y con una rapidez vertiginosa para no quemarse los dedos, todas caían una tras otra, en el cono de papel.
Los precios variaban y tanto que variaron, pues este Cronista, que fresa ya los sesenta y siete años, ha comprado castañas, cuya unidad valía una perra gorda, es decir, diez céntimos de las antiguas pesetas. Tiempo más tarde pagó una peseta por unidad y después ya metidos en los años ochenta, llegó a pagarlas a duro (5 pesetas). Y ya en la época del nunca querido euro un cucurucho mediano, conteniendo una docena o poco más de castañas, alcanzó el precio de un euro. Todavía recuerdo la sorpresa de los parroquianos cuando se acercaban por su cartucho de castañas. Y al oír el precio le soltaban al castañero ¡No sé si estoy colorado del calor del brasero o de la calentura que me cojo al tenerle que dar un euro por esta cantidad de castañas! ¡Coño, ni que fueran de oro!
¡Castañas de Los Llanos de San Gregorio! Desde la Noche de los Finados hasta Carnavales. Han sido y serán parte de una historia centenaria. ¡Ojalá nunca se hubiesen ido! Pero… ¿por qué no soñar y pensar que algún día vuelvan a la esquina de nuestra mercantil plaza?
Soñemos, ¡soñemos…!
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

























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