(Para mis primos Pepe y Paco Pérez Falcón).
Fue don Luis González Alonso, un personaje típico o atípico, según se juzgue, entre los muchos que en mi infancia y juventud tuve ocasión de tratar.
Telde, por entonces, años sesenta y parte de los setenta, era una pequeña ciudad que despegaba de su largo letargo demográfico para ir sumando población a golpe de millares. Así, inauguró la década de los sesenta con unos 25.000 vecinos y al finalizar la misma ya sus autoridades se vanagloriaban de su prosperidad económica y social. Alcanzando entonces las 50.000 almas.
El Telde central estaba formado principalmente por tres barrios: la Zona Fundacional, que llamábamos Telde y más tarde San Juan; el Altozano de Santa María La Antigua o San Francisco y separado de estos dos por una amplia franja de plataneras, el Barrio de Arriba o de Los Llanos de San Gregorio. Este último era nuestro lugar de residencia y bien por formar parte de una familia de comerciantes o por mi natural sociabilidad, con pocos años me echaba a la calle diariamente, para jugar y experimentar todo aquello que la vida nos ofrecía en un barrio popular y mercantil sin igual.
Los Llanos era un lugar de continuo ir y venir de gentes. Unos iban a mercar, como se decía por entonces, sustituyendo lo de negociar. El mercado municipal había pasado de las inmediaciones de la Plaza de la Parroquia o de San Gregorio a las inmediaciones de La Mareta y Los Picachos. Pero los coches de hora, también llamados de Melián y Compañía, seguían teniendo su parada entre la Plaza de la Iglesia y la calle Juan Diego de La Fuente. Allí entraban y salían las guaguas amarillas que llegaban y partían a la Capital de la Isla, Santa Brígida-San Mateo, Valsequillo-Tenteniguada, Ingenio-Agüimes-Las Dos Tirajanas y Arguineguín-Mogán.
La capital del Sur, como algún ilustrado periodista calificaba a Telde cada vez que tenía ocasión, era el centro comercial por excelencia y sin competencia alguna, desde el barranco de Las Goteras-Marzagán-Jinámar hasta las mismas inmediaciones del último pueblo sureño: Mogán.
Por miles de viandantes se contaban las gentes que por una razón u otra se veían en sus calles, rectilíneas las que menos, angostas y tortuosas las que más. El barrio de Los Llanos era partido en dos por la antigua carretera Las Palmas-Agüimes y por extensión hacia todo el Sur de la Isla.
Cada mañana a las seis en punto, Manolito Guerra, el Sacristán, hacia tañer la campana mayor, marcando el primer toque del día. Así, daba el pistoletazo de salida para las múltiples actividades y ocupaciones cotidianas.
Por la calle Rivero Bethencourt, con paso firme y talle altivo, caminaba nuestro personaje. Se trataba de un hombre de algo más que mediana edad, tal vez ya rozaba los sesenta y tantos o los setenta años. Era alto y más que delgado, sus pocas carnes se adivinaban bajo un terno de color marrón o lo que es lo mismo canelo: Chaqueta, chaleco y pantalón todo a juego; se completaba con una inmaculada camisa blanca o ligeramente cruda, bien abotonada con corbata de lazo americano al cuello. Su tez angulosa, con piel blanquecina cuanto más y pegada a los huesos que formaban su cara, hacía que su rostro se asemejase al que presumiblemente tendría el Licenciado Vidriera o el Hidalgo don Quijote de la Mancha. Este teldense a manera de casco protector llevaba un sombrero gris con cinta circular del mismo tono, aunque un poco más oscura. Brillando sobre su inexistente barriga, una leontina de plata cruzaba desde uno de los botones del chaleco hasta un pequeño bolsillo, en donde depositaba el reloj que había sido de su padre. Zancada tras zancada, si tenía la suerte de no encontrase con alguien por el camino, pronto se encontraba a la altura de la Iglesia del Santo Taumaturgo para acudir a la misa vespertina diaria. Al entrar a la Iglesia, se acercaba a la primera columna de la derecha para allí introducir su mano en la pila del agua bendecida y mojados sus dedos en ella, se los llevaba a la frente haciendo la Señal de La Cruz.
Gustaba mi buen don Luis de oír misa en los últimos bancos de la nave colateral derecha, exactamente junto al retablo en cuya hornacina se encontraba, en un primer momento Nuestra Sra. del Carmen y después el Sagrado Corazón de Jesús. Atento a la ceremonia religiosa, no distraía la vista ni a diestra ni a siniestra. Mayestático y fijada su mirada al frente, nada le hacía perder su compostura. Cuando llegaba el momento sublime de la Consagración, abría su chaqueta y sacaba del interior de la misma un pliego de periódico ligeramente abultado para colocarlo sobre la madera del reclinatorio de su banco. Allí, ponía ambas rodillas y agachando su cabeza aguantaba estoicamente hasta que el último toque de campanilla avisaba del final del Sacro Acto.
Un buen día, un amigo de infancia viendo cómo los años pesaban sobre él, adquirió en la imprenta-librería Izquierdo de la calle Mayor de Triana unas rodilleras hechas de escai y con forma de libro. Toma Luisito, éstas te van a resultar más cómodas que el improvisado papel de periódico, que utilizas para arrodillarte en misa. A los dos o tres días se vieron de nuevo y don Luis González Alonso le comentó: Querido amigo, has hecho que tenga un grave cargo de conciencia… A lo que el otro le contestó: ¿Cómo puede ser eso? y don Luis con cierta angustia vital le dijo: ¡Ahora cuando llega el momento de la Consagración y abro estas rodilleras de foame y de hinojos me postro ante el Altar, siento tal comodidad que mucho me temo no sea sacrificio suficiente para mi salvación, por lo que estoy pensando volver a la vieja usanza de mi periódico doblado! Así de escrupuloso con sus cosas era el bueno de don Luis.
Un día, muy de mañana, las hermanas Inmaculada (Ady) y Rosa Suárez, así como yo, nos encontrábamos delante mismo de Tejidos Los Ángeles regentado por el matrimonio formado por don Sindo y doña Ángeles. Serían las seis y media o las siete de un día frío, que amenazaba lluvia. De pronto, pues no lo habíamos visto venir, se plantó ante nosotros don Luis, quien como siempre, se descubrió alzando ligeramente su sombrero con la mano derecha formulando así su protocolario saludo. Al reconocerme, me interrogó: ¿Joven González, a dónde vas a esta hora tan intempestiva? A lo que yo le contesté, que estábamos esperando la guagua de Lozano El de La Breña, que nos recogía junto a una treintena de chicos y chicas más para llevarnos al Instituto de Agüimes. Enormemente sorprendido, abrió lo más que pudo los por sí hundidos ojos. Y me espetó ¿Cómo es éso, que mi querido amigo y condiscípulo Luisito González Pérez haya permitido que su vástago se cultive entre las tierras tristes y sencillas del Sur de la Gran Canaria, en vez de hacerlo en esta hermosa Ciudad o en la Capital de la Isla?
En aquel entonces, a ciencia cierta, no sé cómo reaccioné. Pero unos minutos más tarde, no salía de mi asombro tras aquel calificativo de las tierras agüimenses.
En otro orden de cosas, traigo a mi memoria una anécdota que no por repetida deja de tener su chispa e injundia (coloquialmente enjundia). Me contaron que un día don Luis acudió como representante legal, era procurador, de un cliente para asistirlo en un juicio de poca monta. El Juez dictó sentencia y ésta fue negativa a los intereses del representado. Cuando salieron ambos de la sede judicial, don Luis estrechando la mano de su cliente le atizó con la siguiente frase ¡Caballero, ha perdido usted un juicio, pero ha ganado un amigo, su servidor Luis González Alonso!¡ Son 10 durillos de nada! El pobre hombre que tenía un disgusto tremendo, no supo cómo reaccionar y no le quedó otra que depositar sobre la mano de su procurador las 50 pesetas de su nómina.
Las expresiones de don Luis eran bien populares y archiconocidas por propios y extraños. A veces, las gentes se paraban a saludarle solamente por ser partícipes de un habla ya en desuso y harto complicado. Así cuando algo le sorprendía o se acercaba a un conocido le espetaba: ¡Arsa carajo, mira qué bien!¿Cómo se encuentra mi estimado amigo digno de toda consideración?
A colación de los dicho con anterioridad, se decía que don Luis, descendiente de dos familias ilustres de la ciudad, era sobrino carnal del gran don Maximino Alonso Jiménez, comerciante y delegado del Banco Bilbao; cuando ponían en duda su capacidad como leguleyo y alguien le llegaba a insinuar que no tenía cualificación para ello, él con toda la dignidad del mundo, proclamaba ¡Caballero, no se confunda usted, que éste que viste y calza hizo Estudios de Leyes en la Universidad de San Fernando de La Laguna y también en Sevilla y buenas plataneras que les costó a mis padres!
Tenía yo unos 17-18 años, cuando el Régimen quiso teñirse de cierto aperturismo, creando lo que se dio en llamar Ley de Asociaciones. Un grupo de avispados ciudadanos, en una reunión de amiguetes, decidió burlarse de la ley presentando la candidatura de don Luis González Alonso en las próximas elecciones para la alcaldía de la ciudad. Se hicieron con un coche americano descapotable y allí que iniciaron un tour electoral por todos los barrios y pagos teldenses. Don Luis eufórico y en estado de emoción casi febril, puesto de pie en el vehículo, gritaba ¡Ciudadanos: voy a por la Vara!
Los mismos que lo auparon a la candidatura, enviaron tras él a la Guardia Civil, acusándolo de manifestaciones contrarias al Régimen. Después de estar declarando en el Cuartelillo, que la Benemérita tenía en la calle Altozano del Barrio de San Francisco, viendo éstos su total inocencia y falta de maldad, lo dejaron en libertad. En días sucesivos los amigos y conocidos preocupados por su estado físico y mental, pues se sumergió en una profunda depresión, les preguntaban a sus deudos por su estado de salud. Al mes, cuando pudo mantenerse en pie, salió de nuevo a la calle a hacer su rutinaria vida. Alguien le preguntó entonces que le había pasado y él con lágrimas en los ojos reseñaba: ¿Cómo iba a pensar yo que un hombre de bien, como sin duda soy, iba a ser detenido por el Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil y acusado en vano de manifestarme públicamente contra el Movimiento Nacional? ¡Yo que beso por donde pisa el Generalísimo Franco! Esa jugarreta sentida en lo más profundo de su alma, le afectó tanto que nuestro quijotesco personaje murió unos días más tarde. Y con él se perdió una de las personas más entrañables con que contaba el Barrio de Los Llanos de San Gregorio.
Los niños y jóvenes de entonces ya jamás volveríamos a ser saludados de manera tan elegante como afable y las niñas y mujeres serían dueñas absolutas de las aceras, cuando el señor González Alonso saltara de las mismas y con su sombrero en mano recorriera el pequeño trecho entre su testa y su pecho, mostrando así su admiración y respeto por todas ellas.
Este Cronista ha querido dedicarle el presente artículo, a sabiendas de que muchos llaneros o llanenses reconocerán en estas líneas a don Luis González Alonso, el procurador y galante caballero.
Antonio María González Padrón es licenciado en Historia del Arte, cronista oficial de Telde, Hijo Predilecto de esta ciudad y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.























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